Sicariato, la inacción estatal y corrupción política

El sicariato no es un fenómeno nuevo en el mundo, tiene presencia de larga data.

El origen de la palabra sicario proviene de Roma, concretamente de la palabra del latín “sica”. Sica era una daga pequeña, de punta muy aguda y con filo curvo, fácil de ocultar o de pasar desapercibida en el interior de la manga de la vestimenta. De ahí proviene la palabra de “sicario” que significa “hombre daga”. La daga dio por llamar “sicarius” al oficio y “sicarii” o “sicarium” a la persona que escondía esta pequeña daga o puñal y que debía dar muerte a una persona, por encargo.

Los sicarios eran versados en el sigilo y en el disfraz. Algunos recurrían a la vestimenta de mujeres para pasar desapercibidos en las muchedumbres y poder asesinar a su víctima. En general la sica la utilizaban los simpatizantes que se acercaban a los rivales políticos de sus representantes y los apuñalaban. Eran asesinos políticos. Esta práctica se hizo frecuente, por lo que en el año 81 A. C. durante la dictadura de Lucio Cornelio Sila se promulgó una ley, para dar castigo a los sicarios, ley que fue conocida como Lex Cornelia de sicariis et veneficis, sobre apuñaladores y envenenadores.

La Real Academia Española define al sicariato como: “Actividad criminal desempeñada por sicarios” y al sicario simplemente como “asesino asalariado”.

Y se hace la previa introducción del origen del sicariato en atención a que no pasa mes alguno, para no decir semana de por medio, que en el país no se cometa un acto de sicariato con la particularidad de que, también por no decir siempre, está vinculado a estructuras criminales como el narcotráfico, el crimen organizado, estructuras estas que día a día, lamentablemente, se van acrecentando y consolidando en nuestro medio. Es que goza si no de protección por parte del Estado por acción u omisión, tiene guiño del mismo permitiendo que la violencia se normalice y que la vida humana se degrade a moneda de cambio.

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En efecto, en el contexto actual el sicariato se ha convertido en una práctica repetida y la ciudadanía vive, lamentablemente, anestesiada ante el espanto diario.

La Constitución y las leyes imponen al Estado la obligación de garantizar la seguridad, la justicia y la protección de la vida. Cuando los poderes públicos —Ejecutivo, Legislativo, Judicial— fracasan, porque es de evidencia ello, de ahí el auge del sicariato, sistemáticamente en prevenir, investigar y sancionar el sicariato, no estamos ante una simple negligencia; estamos ante una violación estructural de derechos humanos, una forma de complicidad institucional que habilita la repetición del crimen. La pasividad estatal frente al sicariato no es imparcial. Es una forma de coautoría por omisión, legalmente censurable y éticamente insoportable.

Cuando políticos, tenemos sobrados ejemplos, protegen estructuras criminales, influyen en el nombramiento de jueces, fiscales o funcionarios funcionales al crimen, protegiéndolos o desfinancian los mecanismos de control -claro ejemplo es la bastardeada ley de financiamiento político- propio en la corruptela política están institucionalizando y consolidando el sicariato. Es que la corrupción no es solo el desvío de fondos públicos, la sobrefacturación de servicios, el dirigir licitaciones a ciertos amigos del poder, el tráfico de influencias o enriquecimiento ilícito o el despilfarro de los fondos públicos. Es también la renuncia deliberada al deber de proteger, la subordinación del interés público a pactos mafiosos, y la manipulación de instituciones para garantizar impunidad. Esto está en boga en nuestro país.

El sicariato, es una realidad preocupante, se ha instalado en nuestro país, síntoma de una crisis más amplia que involucra la desintegración de valores y en particular el deterioro de la confianza en las instituciones, todo lo cual pone en evidencia la debilidad de estas que están supuestamente encargadas de prevenir, investigar y sancionar estos crímenes. Es que la impunidad, cuando se vuelve estructural, no solo tolera la violencia sino que la reproduce evidenciando que estamos normalizándola.

La indiferencia ciudadana ante el dolor ajeno, la confabulación y silencios institucionales son los componentes de una tragedia anunciada. El silencio no es neutral: es una forma de rendición. Si no reaccionamos, estamos condenados. La ciudadanía que calla ante el crimen se convierte en rehén de su propia indiferencia. Precisamos despertar, rescatar el sentido de comunidad y volver a defender la vida como principio no negociable.

Si no se enfrenta al sicariato con decisión, la vida pierde valor, el miedo se convierte en pauta y el Estado se transforma en espectador de su propia disolución. La historia enseña que los Estados que toleran el sicariato acaban gobernados por él.

aamonta@gmail.com