No se justifica mantener empresas públicas deficitarias e ineficientes

Es increíble que en un país con tantas necesidades se tenga que seguir sosteniendo a varias empresas públicas deudoras crónicas, que históricamente han nadado en la corrupción, plagadas de personal supernumerario, insumiendo millonarios recursos que bien pueden destinarse a áreas prioritarias como salud, educación, caminos de todo tiempo, entre otras. No existe una explicación razonable para esta lamentable situación. El año pasado, cuatro de las nueve hoy existentes –Copaco, Petropar, INC y Capasa– habían acumulado resultados negativos por valor de 1,3 billones de guaraníes (167 millones de dólares), generados a lo largo de varias administraciones. En suma, las empresas públicas crónicamente deficitarias son verdaderos lastres, que deben ser arrojados por la borda cuanto antes, mediante la privatización o el cierre liso y llano. Son un peso muerto sobre las espaldas de Juan Pueblo.

Es increíble que en un país con tantas necesidades se tenga que seguir sosteniendo a varias empresas públicas deudoras crónicas, que históricamente han nadado en la corrupción, plagadas de personal supernumerario, insumiendo millonarios recursos que bien pueden destinarse a áreas prioritarias como salud, educación, caminos de todo tiempo, entre otras. No existe una explicación razonable para esta lamentable situación.

Según la Ley N° 5058/13, las empresas públicas son órganos creados por ley para prestar servicios o producir bienes, atendiendo un fin público o de interés general, pertenecen total o parcialmente al Estado, con independencia de su naturaleza jurídica, de modo que bien pueden ser sociedades anónimas. El año pasado, cuatro de las nueve hoy existentes –la Compañía Paraguaya de Comunicaciones SA (Copaco), Petróleos Paraguayos (Petropar), la Industria Nacional del Cemento (INC) y Cañas Paraguayas SA (Capasa)– habían acumulado resultados negativos por valor de 1,3 billones de guaraníes (167 millones de dólares), generados a lo largo de varias administraciones.

Los actuales responsables no habrían hecho más que aumentar las pérdidas, como es el caso de José Ocampos: preside la productora de aguardientes, que en 2023 registró un déficit de 2.339 millones de guaraníes y en 2024 uno de 5.546 millones. Dijo que desde hace tres décadas arrastra una pérdida de 68.000 millones de guaraníes y que “estaba literalmente muerta”, de lo que se concluye que bajo su gestión no ha resucitado, sino que está cada vez más “muerta”. Habría que enterrarla o venderla de una vez por todas, para que no siga pesando sobre las espaldas de los contribuyentes, al igual que las empresas públicas antes citadas. Por lo demás, aparte de que no se advierte aquí ningún fin público o de interés general. Cabe preguntar, por ejemplo: ¿por qué el Estado debería producir una bebida alcohólica, cuyo consumo excesivo afectará el presupuesto del ministerio encargado de la sanidad, más aún si le produce millonarias pérdidas?

Parece evidente que el dinero público perdido cuando el Estado hace de empresario podría tener destinos mucho mejores. Desde 2013, existe un Consejo Nacional de Empresas Públicas –integrado por el procurador general de la República y los ministros de Economía y Finanzas, de Obras Públicas y Comunicaciones y de Industria y Comercio– que tiene por objeto “promover una gestión eficiente, eficaz, proba y transparente de las empresas públicas, asegurando que las decisiones tomadas obedezcan a criterios económicos”. Desde su creación, ya se han sucedido tres gobiernos nacionales, pero dicho órgano sigue estando muy lejos de cumplir con su cometido, pues no ha deseado o ha sido incapaz de erradicar los vicios que afectan a las empresas públicas y que se resumen en la corrupción, la ineptitud, el despilfarro y el prebendarismo, que infestan la generalidad del aparato estatal.

Sin duda, allí no se decide según criterios económicos, sino inconfesables. Valga como ejemplo Petropar, que hace contrataciones de favor o incurre en pérdidas intencionales, rebajando precios para obtener réditos políticos y/o desplazar a los competidores (“dumping”), aunque la Constitución prohíba “el alza o la baja artificiales de precios que traben la libre concurrencia”. Más allá de las corruptelas y de la ineficacia que castigan a las empresas públicas, surge la pregunta de si el Estado debe dedicarse también a producir bienes y brindar servicios de los que podría encargarse mejor el sector privado. Tanto en nuestro país como fuera de él, la experiencia enseña que no suele ser un buen empresario y que al asumir este rol descuida cumplir otros que le son inherentes, empezando por la seguridad interna.

Se aduce que las empresas públicas son “de todos”, pero ocurre que pertenecen de hecho a quienes las gestionan en beneficio propio y en el de sus jefes políticos, mientras las pérdidas son asumidas –tarde o temprano– por los contribuyentes, que no tienen la menor injerencia en la administración. En efecto, no integran una asamblea general de “accionistas”, en la que los responsables deban rendirles cuentas, sobre todo en el caso de las empresas públicas que son sociedades anónimas; sus presupuestos no integran el general de la nación, de modo que los ciudadanos no pueden controlarlas ni siquiera a través de los legisladores, pero deben cargar con sus nefastos resultados. No pueden conseguir resultados ni siquiera monopolizando el mercado.

En suma, las empresas públicas crónicamente deficitarias son verdaderos lastres, que deben ser arrojados por la borda cuanto antes, mediante la privatización o el cierre liso y llano. Son un peso muerto sobre las espaldas de Juan Pueblo.

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