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El viceministro de Transporte, Emiliano Fernández, está negociando –se supone que en nombre del Gobierno nacional– con el Centro de Empresarios del Transporte de Pasajeros del Área Metropolitana (Cetrapam), presidido por César Ruiz Díaz, bajo la amenaza de un paro previsto para el 11 de junio, si las exigencias de sus desalmados miembros no son satisfechas. Ellas consisten en la renovación por siete años de los permisos vencidos, sin licitación pública, tal como se viene haciendo desde hace décadas, y el aumento del 8% al 14% del margen de ganancia asegurada, previsto en el cálculo de la tarifa técnica, que determina el costo del pasaje y el monto del subsidio.
Es habitual que los “empresarios” del pésimo servicio público practiquen el chantaje indirecto contra el órgano competente, tomando a los usuarios como rehenes mediante las indignantes “reguladas” impunes. Esta vez, la extorsión le afecta en forma directa, pero el viceministro volverá a reunirse hoy con quienes ejercen una amenaza parecida a un revólver apuntado a su cabeza.
Lo normal es que se recurra a una medida de fuerza luego del fracaso de unas negociaciones obrero-patronales, por ejemplo, pero aquí ocurre que se trata de imponer ciertas exigencias violando el art. 21 de la Ley N° 1618/00, que obliga al concesionario a prestar el servicio según los parámetros de calidad, continuidad y seguridad de suministro, según sea establecido en el contrato de concesión, en el pliego de bases y condiciones y en la legislación vigente. Cetrapam intimida con quebrar la continuidad de un servicio público que el art. 130, inc. c), de la Ley N° 1626/00 considera “imprescindible”, porque su interrupción total o parcial apeligraría la vida, la salud o la seguridad de la población o parte de ella. Por esta razón, la misma ley dispone que, en el caso de una huelga de los trabajadores del sector público, quienes lo presten deben garantizar el funcionamiento regular del servicio, para lo cual la entidad afectada debe comunicar al sindicato la nómina del personal necesario.
Lamentablemente, dicha normativa no rige para los “empresarios” del transporte de pasajeros, pero sirve para ilustrar la capital importancia de dicho servicio, que no debe estar sujeto a las demandas extorsivas de un sindicato del sector público ni a las de un gremio del sector privado. En cambio, sí rige para ellos el art. 27 del decreto reglamentario de la Ley N° 1618/00: si el concesionario abandona el servicio, el Viceministerio de Transporte debe nombrar un interventor que asuma de inmediato las funciones del concesionario, procurando restablecer las condiciones de su explotación. Por lo demás, el art. 28 del mismo decreto dispone que, “por razones de interés público”, el concedente puede poner fin al contrato en todo momento y asumir directamente la prestación del servicio, sin necesidad de preavisar.
Lo expuesto implica que el Gobierno no debería sentirse indefenso, como lo está revelando con su condescendiente –por no decir cobarde– predisposición al diálogo bajo una amenaza ruin. Los “empresarios” de marras no están por encima de las normativas que rigen la concesión de un servicio público, que el Poder Ejecutivo está obligado a cumplir y a hacer cumplir. Es canallesco que se recurra al chantaje para plantear un reclamo con motivo de la interpretación o la ejecución de un contrato. Según el art. 45 de la Ley N° 1618/00, el mismo debe someterse “necesariamente” a un proceso de conciliación: si no se llega a un acuerdo conciliatorio, hay que recurrir al arbitraje, de lo que se desprende que el paro es un medio ilícito para resolver controversias.
El servicio público es aquel que un organismo público o un concesionario debe prestar de un modo regular y continuo para satisfacer una necesidad general; el del transporte de pasajeros, cabe reiterarlo, es “imprescindible”: Cetrapam lo sabe y justamente por eso apela a la coacción descarada. Ceder ante ella supondría capitular ante una infamia.
El 16 de mayo, la Organización de Pasajeros del Área Metropolitana (Opama) denunció penalmente a los directivos del Cetrapam, sin que hasta hoy el pachorriento Ministerio Público se haya inmutado, pese a que incluso puede y debe actuar de oficio; se está haciendo esperar en demasía, acentuando así la penosa impresión de que los organismos estatales se rinden ante la prepotencia de unos desvergonzados que se desentienden de las penurias de los usuarios, causadas deliberadamente por ellos mismos para arrancar favores. Surge la pregunta de hasta cuándo abusarán de la paciencia colectiva, gracias al consentimiento de los que mandan. La respuesta está en la ley, si los encargados de aplicarla se animan a hacer lo que deben. Lamentablemente, la imagen que proyectan muestra todo lo contrario.