El bienestar de la población es responsabilidad y una de las razones de ser del gobierno. Éste, no puede ni debe descansar en el sector privado para resolver los problemas que surgen cuando estas condiciones básicas no están garantizadas. Delegar en empresas o en iniciativas aisladas aquello que compete al Estado es cuasi abdicar de su rol esencial, y eso, tarde o temprano, puede encender la llama que destruirá a quien la inició.
Las personas empáticas —y por extensión, las autoridades que aspiren a serlo— tienen la capacidad de escuchar sin prejuicios, de observar sin soberbia y de comprender sin necesidad de compartir la misma realidad. La empatía, desde el gobierno, consistirá en interpretar el sentir ciudadano, no desde un escritorio con aire acondicionado ni estadísticas que suavizan la dureza de la calle, sino desde la presencia real en espacios vitales de la sociedad.
Un gobierno empático no debe alejarse de la gente. Tiene que caminar por las calles, convivir, aunque sea un momento con las incomodidades del día a día y escuchar todas las campanas, no solamente a los aduladores que siempre aparecen para pintar las realidades de rosado. El contacto directo con la gente es indispensable para entender las prioridades reales y dejar de pintar panoramas fabulescos.
Parte del ejercicio de la empatía será aceptar que existen otros puntos de vista y que, muchas veces, esos puntos de vista contendrán verdades incómodas. Una autoridad que evita la crítica, que se refugia en excusas o que se esconde de su compromiso con la ciudadanía, demuestra que ha perdido noción de a quién debe servir. Gobernar implica hacerse cargo, y esto en términos futboleros significa estar dispuesto a recibir patadas.
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Necesitamos autoridades que puedan —sin miedo a ser escrachados— pisar los hospitales públicos, entrar a las escuelas, caminar por el mercado y percibir el sentir de la gente. Quien no puede mirar a los ciudadanos a los ojos difícilmente pueda comprender sus preocupaciones. La empatía -el “ñande”- se construye desde la presencia, no detrás de vidrios blindados.
En estas fechas, donde las carencias se vuelven más visibles, se revela también quiénes tienen compromiso público. Los que trabajaron siempre, lo seguirán haciendo. Los demás, darán discursos para adornar realidades, pero las condiciones materiales de la gente no se maquillan. El gobernante empático no se limita a prometer: acompaña, escucha y actúa.
Esta empatía debe traducirse también en acciones concretas: Prevenir los incendios antes que apagarlos. Inversiones sostenidas y el anhelado achicamiento del aparato estatal. El sector público bien podría regalar eso al país, iniciando el proceso con firmeza y responsabilidad.
Ejercer autoridad con empatía, no significará sentir lástima por la gente ni obligar al sector privado a cubrir necesidades de manera temporal. La lástima es condescendiente; la empatía transformadora. No se debe generar dependencia, de eso ya estamos hartos, sino soluciones. Si nuestras autoridades logran asumir este enfoque, quizá podamos aspirar a un país donde las necesidades básicas no dependan de la suerte, sino de la justicia social y del trabajo honesto de quienes fueron electos para servir.