Que coman torta

En estos días fue ampliamente expuesta –ante la fastuosa y hasta cursi fiesta de cumpleaños de una “supuesta representante del pueblo”, donde el derroche y la ostentosidad brillaron– la muy famosa frase, apócrifa y erróneamente atribuida a María Antonieta de Austria, archiduquesa de Austria y reina consorte de Francia y de Navarra, esposa de Luis XVI, Borbón decapitado como ella durante la revolución francesa: “Que coman torta”.

Y digo erróneamente porque en verdad dicha expresión surge en las Confesiones de Rousseau, escritas cuando María Antonieta aún era una niña y antes de que llegara a Francia, lo que indica que no fue ella quien la pronunció.

En rigor de verdad, fue el pueblo francés quien la acogió como símbolo del desprecio aristocrático consolidándose como parte del imaginario revolucionario, pintando a la monarquía como vacía, inclemente y decadente, que siempre desde luego la fue.

Dicha frase se ha convertido en un símbolo universal ante la indiferencia de las élites, a la desconexión salvaje entre el poder y el pueblo, entre la opulencia de la clase política y la necesidad de las calles, al sufrimiento del pueblo.

Hoy día representa la ceguera moral de quienes, desde el poder –algo muy común en el ámbito político paraguayo– celebran con lujo sus cumpleaños o casorios, mientras la mayoría enfrenta pobreza, exclusión y desesperanza. Se emplea como símbolo de, ante el hambre, sugerir un lujo. Quedó como metáfora potente de indiferencia frente a la miseria.

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Hoy, esa frase sonó con fuerza cuando una diputada –representante del pueblo, electa para servir y no para exhibirse– celebró su cumpleaños con lujo, despliegue y frivolidad, mientras miles de compatriotas sobreviven en condiciones de desventura, exclusión y desesperanza. No hace falta que diga “que coman torta”: el gesto lo dice por ella.

La ostentación de una autoridad pública en tiempos de crisis no es un acto privado: es un mensaje político. “Yo puedo, ustedes no, mi privilegio es más importante que su necesidad, no me importa su hambre, mientras yo celebre, si no tienen pan, que miren mi fiesta”.

La celebración fastuosa en que ha incurrido encargándose de hacer saber a todos exhibiendo riquezas en un contexto de pobreza revela una fractura entre la clase política y la realidad cotidiana de la ciudadanía, naturalizando la desigualdad como parte del grotesco paisaje político paraguayo, algo de no acabar. Es más, dicha ostentación puede constituir una forma de violencia simbólica, al ofender, porque ofende a la razón, indirectamente a quienes carecen de lo más básico. Aunque no pronuncie la frase, el acto comunica un mensaje similar: “Si no tienen pan, que miren mi fiesta”.

Desde la perspectiva de la ética republicana –de esta sí que carecen nuestros políticos– estos actos quebrantan principios fundamentales: el ejercicio del poder debe ser sobrio, no aparatoso, quien representa al pueblo debe vivir con conocimiento de la angustia que lo asedia; el lujo en la pobreza comunica desprecio, pero más que esto una ofensa.

No se trata de impedir el contento, el festejar fechas o acontecimientos íntimos, sino de acordarse que la alegría del poder, cuando se exhibe sin pudor –de la que igualmente nuestros políticos y gobernantes carecen– en medio del dolor ajeno, deja de ser celebración y se convierte en afrenta.

En tiempos de privación, las y los legisladores deberían optar por la austeridad, comunicar sensibilidad social, y –si deciden celebrar– hacerlo sin pompa, ostentación y alarde. No es moralismo: es sensatez republicana. La política no solo gobierna con normas; gobierna con señales.

Necesitamos definitivamente representantes que escuchen más y exhiban menos. Que comprendan que el poder no es un derecho a la ostentación, sino una obligación de servicio. Quien representa al pueblo debe sentir con él, vivir con él, y actuar en función de su sufrimiento. La empatía no es una virtud opcional en la política: es un deber funcional. La falta de empatía es una forma de violencia institucional, porque convierte al ciudadano en espectador de su propia exclusión.

Cuando el poder se divorcia de la realidad, cuando la representación se convierte en privilegio, cuando el lujo se exhibe como derecho y no como privilegio, cuando la política se transforma en espectáculo, la historia responde con memoria, con crítica, y a veces, con revolución como en 1789. La política no puede permitirse el lujo de la frivolidad cuando el pueblo tiene hambre, cuando al mismo se le reclama austeridad.

Al exhibir riqueza en contextos de pobreza, se humilla indirectamente a los excluidos. Cada gesto de ostentación, cada falta de empatía, es una traición a la promesa democrática. Cada gesto de ostentación, cada falta de empatía, es una traición a la promesa democrática.

Mientras haya un solo niño sin pan, enfermos sin cama, toda torta pública será una provocación.

Recuérdese el anónimo de “La ostentación en tiempos de hambre no es celebración: es provocación, y toda provocación tiene memoria, respuesta y costo político”.

aamonta@gmail.com