Por otro lado, tenemos los reclamos por parte de los líderes indígenas, que se centran en la renuncia del titular del INDI -que ya consiguieron- y el rechazo al cierre de las oficinas de la institución en Asunción. Una medida que por distintos motivos fue muy bien recibida por los asuncenos, pero no así por los pueblos originarios, que lo sintieron como una afrenta y en contramano a sus intereses.
Por último, tenemos a una tercera fuerza en juego, que opera con prudencia manejando intereses que no siempre son muy claros: las ONG’s. Si bien muchas reciben apoyo desde el exterior —y no estamos hablando de poca cosa— terminan siendo tan eficientes como los organismos estatales para cuidar los verdaderos intereses de las comunidades a las que supuestamente ayudan. O sea, muy poco.
Mientras estas peleas se eternizan, los problemas no se resuelven, sino que se agudizan porque se van sumando a otros. Las reivindicaciones reales de los indígenas son complejas y sus soluciones pospuestas, y esta pobre gente sigue sufriendo la realidad de ser los habitantes más olvidados y desprotegidos de nuestro país.
La problemática es antigua. Cuando los conquistadores llegaron a estas tierras hace más de 500 años, hubo como un breve romance con los nativos. Basado quizás originalmente en una fascinación mutua, se combinaron varios factores como la sorpresa, curiosidad y de pronto hasta una idealización entre las partes. Los recién llegados, maravillados por el paisaje y la ingenuidad del nativo, y los pueblos originarios, fascinados por los objetos raros, animales que no conocían -el hombre hecho uno con el caballo debió haber sido espectacular- y algunas costumbres de esos paliduchos con pelos en la cara que venían de tierras del otro lado del mar.
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Esta luna de miel duro poco. Muy pronto se impusieron la desconfianza y la fuerza. En el norte, la rudeza metódica de los británicos arrasó con los pueblos nativos sin mayor disimulo, confinándolos luego a reservas que todavía hoy son símbolos de una derrota silenciosa. En el sur, con la espada en una mano y la cruz en la otra, los conquistadores ibéricos diezmaron poblaciones enteras, justificando sus excesos en nombre de la fe, la civilización o la corona.
Cada uno, a su manera, impuso su dominio e intentó borrar los rastros. Los españoles con la cruz, los portugueses con el comercio, los ingleses con las armas. La consecuencia fue, en todos los casos la misma: el despojo. A cambio del oro, tierras y poder, abrieron las venas de América, como tan bien lo describe Eduardo Galeano, dejando una herida abierta que nunca terminó de cicatrizar.
Herida que sigue presente en sus rostros inexpresivos, en las carpas improvisadas junto a las rutas, los niños pidiendo monedas en los semáforos y sus lenguas y costumbres que se apagan, en medio de una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado. Tenemos una deuda histórica enorme, que no se paga con discursos ni con visitas protocolares. Una vergüenza que seguimos tapando con promesas. Porque muy lejos estamos de una política real, sostenida y respetuosa a largo plazo.
El gran pecado de América -no menos del Paraguay- de convertir la deuda con los pueblos originarios en un tema decorativo, que reaparece solo cuando la protesta se hace visible o interrumpe el tránsito. Pasa el enojo, la normalidad vuelve y el olvido retoma su lugar habitual.
No basta con canciones que recuerden que ellos estuvieron primero. Hay que asumir que son la memoria y la raíz de todo lo que se encuentra a nuestro alrededor. Y mientras no logremos mirar hacia ese pasado sin taparlo con excusas, seguiremos caminando sobre la misma vergüenza, apenas tapada con un fino manto de indiferencia.