Malvados

Qué mejor forma para aprovechar el hermoso domingo pasado, que ir con la familia de paseo a Areguá. Sobraban las ganas de caminar mirando tantas casonas antiguas del casco histórico, almorzar en un lugar lindo, deleitarse con algún postre a base de frutillas y desde luego, comprar también un par de kilos de la estrella de la temporada en cualquier puesto al costado del camino. Una actividad que ya es un clásico en sí.

El grupo familiar, embarcado con la mejor onda al estilo “vamos de paseo, sí, sí, sí”, se topetó apenas pasando Luque con la realidad del caos vial: parecía que todos tuvieron la misma idea y el tránsito estaba colapsado. Así que, a pesar de cierta resistencia por parte del chofer, -enemigo declarado de la tecnología-, se optó por recurrir al GPS, y la práctica herramienta sugirió una ruta alternativa. Habiendo optado por esa salida, el camino nuevo los llevó a atravesar barrios y compañías tanto de Luque como de Areguá para llegar a destino.

Interesante -por llamarlo de alguna forma-, lo que observaban durante el recorrido, por caminos que corren paralelos a solo un centenar de metros de la ruta principal. Además de los folclóricos baches, resultaba realmente llamativa la mezcla casi absurda de abandono y potencial. Por un lado, enormes extensiones de tierra libres y sin explotar, que les remontaban en minutos a décadas atrás. Por el otro, la ruta misma que es una interminable seguidilla de curvas y zigzagueos inexplicables, tramos enteros que no pueden ser responsabilidad de un estudio de ingeniería medianamente serio. No están consideradas veredas, las casas y sus murallas se ubican directamente sobre el pavimento, y no es raro ver un árbol viejo y a punto de desplomarse mejor ubicado que una columna de luz.

Algunos comentarios de los adultos despertaron la curiosidad de la hija de 10 años, que hasta ese momento permanecía silenciosa en el asiento de atrás. Mirando desde hace rato por la ventana, preguntó de pronto con naturalidad: “¿Y por qué esto es así?”. La pregunta, tan inocente como profunda, dejó a todos pensando. Hasta que la madre le respondió con sinceridad: “Y.… es una pena. Pero lo que pasa es que Los Intendentes malos se suceden uno tras otro. No dan continuidad a las obras buenas, desconocen todo el valor de lo bien hecho y se empieza de nuevo, sin ningún plan”.

La nena se quedó pensando, inconforme con la respuesta. Seguía con la vista las murallas desordenadas, los postes torcidos, cables colgantes, las casas precarias y tanta desidia normalizada. Al cabo de unos minutos volvió a lanzar una bomba: “¿Y por qué personas así tienen que estar a cargo de cosas tan importantes como el bienestar de la gente?”. Ante la falta de una explicación sencilla, un silencio incómodo se instaló en el auto.

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La ruta, mientras tanto, seguía mostrando los rostros distintos de la misma realidad. A quintas hermosas con cercos perimetrales y alumbrado en las veredas, seguían extensiones donde el barro y charcos ganaban la calle. Casi dantesco. Una estampa de un urbanismo a la bartola, donde lo único consistente era la falta total de criterio.

El papá al volante, sopesó las palabras y agregó: “Es una enfermedad que tenemos como país. Parece que hay un plan para que la gente siga ignorante. La mayoría parece no darse cuenta, o sencillamente no quiere ver. Están tan cegados por el fanatismo que, al votar, no se fijan si su candidato sirve o no. Por eso ocurre que los que llegan al poder cumplen lo que se espera de ellos: nada”.

Quizás una respuesta compleja para una niña, pero tampoco debemos subestimarlos… Sin decir nada, ella siguió observando todo por un largo rato más. Al pasar frente a una escuela pública con los muros descoloridos y tejas rotas, volvió a hablar: “Qué malvados son los que hacen esto”.

Imposible definirlo mejor.

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