Frases que revelan una mirada elitista, casi burlona, hacia quienes enfrentan a diario gastar más en el supermercado, en combustible, disminuir gastos en salidas o ropa o incluso más, el desempleo y la precariedad en salud, educación y ni qué hablar en infraestructura. Estas declaraciones no solo desprecian las aspiraciones cotidianas de miles de paraguayos, sino que también refuerzan la imagen de una clase política que se siente por encima del resto.
Pettengill no habla con el pueblo. No escucha. No baja al nivel de la calle, de los mercados, de los barrios. Habla desde una nube de privilegios, rodeado de un entorno que solo le canta melodías dulces, alejadas del ruido áspero de la necesidad. Cuando los oídos solo se llenan de halagos, se pierde la capacidad de comprender el hambre, el cansancio, la urgencia.
Mientras tanto, el Congreso Nacional –esa “Honorable Cámara”– se beneficia de jubilaciones vip y aumentos salariales aprobados muy por encima del ajuste que para el común se ajusta mediante ley. ¿Honorable? La pregunta ya no es retórica: sus acciones vienen desdibujando el respeto popular y alimentando la desconfianza ciudadana. Hoy, más que una institución de representación, parece la incubadora principal de “nepos“, de herederos del poder que se reproducen en nombre del apellido, no del mérito ni del compromiso y no solo ello, sino de utilizar sus privilegiadas sillas para operar a favor de intereses que no son para provecho del común, sino que se enmarcan en las propias.
El Parlamento debería ser el motor de leyes que transformen la vida del ciudadano común, no un club exclusivo de privilegios heredados. Porque en su esencia más pura ser legislador es ser servidor público. Y el reflejo de ese poder –el poder de decidir, de legislar, de cambiar– debe alcanzar también a los que comen puchero, a los que aún sueñan con un pedazo de cheesecake sin culpa ni burla.
Y venimos insistiendo con esto; en el himno nacional cantamos con fervor sobre “unión e igualdad”. Y esa igualdad que entonamos con el pecho inflado es la que exigimos en la vida real. No solo igualdad ante la ley, en la condición de vida, en ese poder adquisitivo que hoy se siente golpeado, sino también en el trato, en el respeto y en la oportunidad de vivir con dignidad.