Drogas

A lo largo de la historia, cada modo de organización social genera una configuración ética con sus propios valores, que muchas veces simplemente traducen los procesos de lucha por el poder.

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«They tried to make me go to rehab

I said, no, no, no»

(Amy Winehouse, «Rehab»)

«Si te agarran con un gramo después de que te la pusieron

se viene la policía y seguro que vas preso»

(Bersuit Vergarabat*, «Señor Cobranza»)

Desde la década de 1990, cuando BAT y Philip Morris International, con subsidiarias, trajeron tabaco legalmente para llevarlo de contrabando a Argentina y Brasil y venderlo sin pagar impuestos en el mercado negro, cárteles mexicanos como el de Sinaloa han participado del tráfico de cigarrillos paraguayos, organizaciones colombianas como las FARC lo han utilizado para lavar dinero y en Brasil implica a grupos como el Primer Comando de Capitales. Sin embargo, se considera más grave el narcotráfico; al cabo, el tabaco es un producto legal, y su contrabando, por ende, un mal menor –un mero caso de evasión de impuestos (mal visto, pero nunca tanto: las élites gubernamentales suelen pertenecer a la misma clase que evade impuestos)– frente al de drogas ilegales como la cocaína o la marihuana, estas sí asociadas al crimen organizado en el discurso oficial (pues Paraguay –cuyos campesinos reciben migajas por cultivarla mientras los cárteles de narcotraficantes se enriquecen con ella– es también uno de los mayores productores de cannabis del mundo).

En la Modernidad suceden dos cosas de paradójica mezcla: surge un mercado global de sustancias psicoactivas, y se criminaliza su consumo. Mercado y consumo que integran un comercio cuyo desarrollo es paralelo al del capitalismo moderno. Desde fines del siglo XVIII, tabaco, café, opio, etcétera, impulsaron la economía europea. Raro sería, desde luego, que los mercaderes coloniales no hubieran aumentado sus ganancias evadiendo impuestos; tal vez ello explique la insuficiencia, señalada por tantos historiadores, de fuentes para calcular el volumen real del uso de estas sustancias en Europa durante ese período, aunque la literatura de la época nos dice que ese consumo conoció entonces una edad dorada. Grato a un público, digamos, sofisticado, los estados toleraron que las élites ociosas se divirtieran un poco. Su consideración como factor de riesgo para el orden social y su consiguiente restricción por parte de las autoridades surgen con su masificación en las primeras décadas del siglo XX, en el cual, y no por coincidencia, un número creciente de estudios científicos documenta sus riesgos para la salud, aunque en gran parte fue con la industrialización de sustancias lanzadas al mercado como fármacos para el sobrepeso, la astenia o la tos que la cocaína, el speed y las anfetas sedujeron al orbe: los avances científicos que permitieron aislar alcaloides psicoactivos, fabricar drogas sintéticas y descubrir derivados semisintéticos como la heroína se tradujeron pronto en comercio, proceso que empezó en centros de investigación alemanes a fines del siglo XIX; Félix Hoffmann, por ejemplo, sintetizó en 1874 el ácido salicílico, gracias al cual el ácido acetilsalicílico o aspirina genera enormes ganancias desde 1893, y una firma alemana, la Friedrich Bayer & Co, controló por largo tiempo la licencia para producir anestésicos e hipnóticos (Estados Unidos se volvió el mayor productor solo después de la Segunda Guerra Mundial; ver David Courtwright, 2001, p. 77).

¿Puede la prohibición del consumo de drogas aumentar la mortalidad por (además del tráfico ilegal y el crimen ligado a este) la criminalización de determinados sectores de la sociedad? En Estados Unidos, la prohibición del opio en el este coincide con la llegada de los migrantes chinos; la de la cocaína en el sur, con el crecimiento económico de los afroamericanos; la del alcohol en el norte, con el avance demográfico de los inmigrantes europeos; y la de la marihuana en el sureste, con la presencia de los braceros mejicanos. ¿Tienen las políticas de prohibición por fin realmente la salud pública? ¿Son realmente más dañinas las sustancias ilegales? Por tomar otro ejemplo del mismo país, la Narcotic Addict Rehabilitation Act activó en 1966 programas de rehabilitación de adictos pero legitimó el uso médico de la metadona. ¿Por qué el alcohol es legal y la marihuana no? No es difícil cultivar esta –una plantera garantiza algo nada rentable para industria alguna: el autoabastecimiento–; legalizarlo podría implicar no controlar el mercado, a menos que la producción y venta legales las acaparasen algunas corporaciones, lo que, de paso –si se saben aprovechar, conforme al ethos empresarial, las oportunidades– podría dar ingresos al Estado.

Que unas transacciones financieras sean legales y otras no, que lavar dinero del tráfico de drogas o armas no lo sea y transferir bienes sí, no son asuntos morales: son parte de los procesos de lucha por el poder. No los separa un Mal esencial, sino una legislación que traduce esa lucha. ¿En qué se diferencian un narcotraficante o un cártel de cualquier empresario o corporación sino en que unos gozan de legalidad, id est, de la legitimación del poder y, por ende, del respeto de la sociedad, y los otros no los han alcanzado aún? Por lo demás, son empresas privadas con fines de lucro, con todo lo que, naturalmente, deriva de ello.

Ni todos los negocios se tratan ni se perciben del mismo modo, ni se trata ni se percibe del mismo modo a todos los consumidores. No es lo mismo ser un negro macoñero de la Chaca que un hipster que compra paper en una bodega cool. Si en las décadas de 1950 o 1960 pudo ser un gesto de rebeldía o inconformidad, hoy fumar marihuana es para las clases medias justo lo contrario: como ir en bici o consumir vegetales orgánicos, es un signo de estatus socioeconómico y por ello –subconscientemente, confusamente; en una palabra, ideológicamente– hasta de vaga superioridad moral. Consumo ligado a valores culturalmente hegemónicos, presta más atractivo que beber alcohol en exceso o fumar tabaco, restos de «inconsciencia» de décadas pasadas: si bien son legales, el prestigio de estas dos últimas drogas decrece raudamente –excepto (tal como, aunque la marihuana no necesita ser gourmet para connotar estatus, se fuma últimamente marihuana gourmet) cuando hablamos de cerveza artesanal (quizá podamos fumar tabaco eco-friendly o cigarrillos electrónicos con olor a cheesecake casero de Portlandia también)–.

En un sistema colonial, el Estado respalda política y militarmente el comercio, que, así, es legitimado, mientras la piratería y el contrabando, actividades de empresas comerciales no protegidas directamente por un Estado, se perciben como ilegítimas. Pero esa lucha por el dominio de un sistema de producción y distribución global no se libra entre distintas actividades, sino entre intereses enfrentados. Las palabras «crimen organizado» aluden a redes dedicadas a actividades ilegales con fines de lucro; la diferencia, por ende, entre un narcotraficante y un empresario es que aquel puede ser detenido, y, su mercancía, incautada, pero ¿no son los mismos sus fines? Aunque lo son, el discurso oficial vincula la delincuencia con el deseo de bienes ajenos por parte de ciertos grupos sociales, es decir, con la pobreza. El obispo Watson, predicador en la Sociedad para la Supresión de Vicios, escribe en 1804: «Las leyes son buenas pero, por desgracia, son burladas por las clases más bajas. Por cierto, tampoco las más altas las cumplen, pero eso no sería muy importante de no ser porque las clases más altas sirven de ejemplo a las más bajas». Según estas líneas –citadas por Foucault–, las leyes son buenas… para los pobres. Y los pobres, malos porque no las respetan. Ellos están, por eso, expuestos a la mirada de los guardianes, al público escrutinio, a la desconfianza universal; justa desconfianza, dicen las estadísticas, la prensa, los vecinos. El filósofo turinés Antonio Gramsci analizó la expansión, a los espacios de forja de consenso, de la visión particular del mundo de la élite dirigente en una sociedad, visión que, así, se impone como universal en esa sociedad, que domina sin coerción con su hegemonía tal como la domina abiertamente con la policía, el ejército, la ley, instituciones que nos defienden de esos enemigos internos, esos verdugos en potencia. Ellos son los verdugos, el enemigo, porque no tienen paz, techo ni pan, amparo ni respeto, ni siquiera mero buen trato si incurren en el absurdo de esperarlo. Nada tenemos para ellos excepto miedo y asco, odio y limosnas. ¿Y ellos son el peligro? ¿O lo somos nosotros? ¿Qué dirían, si se lo preguntáramos? ¿Quién vive peor y muere antes? ¿El digno ciudadano o el paria peligroso? Si grabáramos ahora mismo en piedra los nombres de los que nacen ya al verdadero infierno, que es el de esta vida, ¿cuántos de esos apellidos serían de «gente bien»?

Referencias

Antonio Gramsci: Cuadernos de la Cárcel, edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, México DF, Era, 1999.

Benoît Gomis, N. Carrillo Botero: «Sneaking a Smoke. Paraguay’s Tobacco Business Fuels Latin America’s Black Market», en: Foreign Affairs, 5 de febrero del 2016.

David Courtwright: Forces of Habit. Drugs and the Making of the Modern World, Cambridge, Harvard University Press, 2001.

Michel Foucault: La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, 1995.

*La versión original de «Señor Cobranza» (1998) es del grupo Las Manos de Filippi.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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