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Los cafés son muy importantes en la cultura moderna, y han sido fundamentales en la vida de los intelectuales europeos desde el siglo XVIII hasta la actualidad. Todos los que hemos pasado por alguna universidad española sabemos que el café es una asignatura más, y, en cierto sentido, la más importante de todas. Básicamente, porque es una suerte de principio tácito, inconsciente, universal, que la inteligencia está profundamente asociada a la liturgia del café. Para entendernos, uno solo puede ser «alguien» en un café si demuestra allí que es muy inteligente. En las clases, y en la biblioteca, uno puede aprender la teoría del funcionamiento de la racionalidad, pero es en el café donde, espada en la mano, lleva a la práctica todo lo que ha escuchado y leído, y es en esa dialéctica donde uno se prueba de verdad como esgrimista.
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Además, el café, como sustancia, no ya solo como lugar, liturgia y tradición, es decir, no solo cultural, sino químicamente, o, en suma, como bebida, tiene fama de aclarar las ideas, de despejar la mente y de estimular el trabajo intelectual. Sospecho que es por ello que, por ejemplo, en España, desde muy pronto, desde que se extiende a gran escala en la Península el consumo de los brebajes importados de las colonias, se da en el «imaginario colectivo» una involuntaria asociación entre el hombre moderno, la razón y el café, por un lado, y, por otro, entre el chocolate, como golosa bebida, y el hombre reaccionario, catolicón y «conserva», el provinciano o el cura.
Me parece que esto último tiene que ver con el hecho de que el café se puede, y se suele acompañar con ideas, y con ideas actuales, sea oralmente, mediante conversaciones, polémicas y tertulias, sea por escrito, mediante la lectura de los diarios. En cambio, el chocolate no: el chocolate es un placer más estricta, primaria y exclusivamente físico, sin el lado intelectual que el café incluye, y, por ser más sustancioso y de digestión más difícil, también es más sedentario.
Por otra parte, si bien no he reconocido esta tradición en Paraguay (como sí en Lima, en Buenos Aires, Santiago, Caracas y otras varias ciudades de nuestro continente), igual que en Europa, también en Latinoamérica los cafés han sido inseparables de la cultura de países con ciudades como las mencionadas, entre otras (México, que no conozco, sería una de esas otras, una que se me ocurre ahora), en las cuales los cafés, desde comienzos del siglo XX por lo menos, han funcionado como núcleos de grandes nombres y de ideas clave en cada momento de su historia reciente.
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Por citar datos curiosos al alcance de un clic, aunque no hagan a la sustancia de este artículo, el más célebre café moderno fue el de Francesco Procopio Coltelli, antiguo mozo de Pascal nacido en Sicilia en 1650, que más tarde se hizo llamar Procope Couteau. Ese mítico primer café se instaló al comienzo en la feria de Saint-Germain, se mudó después a la rue Tournon y por último, en 1686, a la rue Fossés-Saint Germain. Este tercer local, que es del Procope que aún existe, quedaba cerca del centro elegante y dinámico de París, la glorieta de Buci, el Pont-Neuf (antes de que el centro pasara, en el siglo XVIII, a ser el Palais Royal). Y fue un azar decisivo que la Comédie Française se instalara enfrente del Procope en 1688, como lo registra (dejo ya los clics) el gran Fernand Braudel en su hoy clásico estudio Bebidas y excitantes (Alianza Editorial, Madrid, 1994).
El café, como citan muchos, «es el dulce hogar para aquellos para los que el dulce hogar es un horror», escribía el (según lo consideraba Benjamín) cronista de la decadencia vienesa, Alfred Polgar, en 1926. Polgar se refería a un café en concreto, al Café Central, de Viena, que abrió sus puertas en 1860 y que, para fines del siglo XIX, se había convertido en uno de los puntos de encuentro de los intelectuales de esa ciudad; entre sus clientes estuvieron el excéntrico poeta Peter Altenberg, el historiador, filósofo, periodista, crítico teatral y actor Egon Friedell, el dramaturgo, narrador y ensayista Hugo von Hofmannsthal, el periodista Anton Kuh, el médico y psicoterapeuta austriaco Alfred Adler, el neurólogo y padre del psicoanálisis Sigmund Freud, el arquitecto Adolf Loos y el matemático Leo Perutz. Se cuenta que, en una ocasión en que le preguntaron si creía posible que estallara una revolución en Rusia, el político austriaco Heinrich Clam-Martinic se mofó de lo absurdo de tal idea diciendo: «¿Y quién haría esa revolución? ¿Acaso el señor Bronstein, desde el Café Central?» Clam-Martinic se refería a León Trotsky, cuyo apellido real era Bronstein, que por entonces vivía en Viena y que, en efecto, era asiduo del Café Central.
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El café vienés, el Wiener Kaffeehaus, fue, y aun es, muy importante en la cultura austriaca. Sobre todo desde fines del siglo XIX y durante las primeras décadas del siglo XX, muchos escritores frecuentaron los cafés vieneses y escribieron en ellos. Se dice, por ejemplo, que gran parte del diario Die Fackel, de Karl Kraus, fue redactado en mesas de café. Fueron poetas y escritores de café Arthur Schnitzler, Alfred Polgar, Friedrich Torberg y Egon Erwin Kisch. El poeta Peter Altenberg recibía su correo en su café favorito, que era el Central. Frecuentaron los cafés vieneses también Stefan Zweig, Egon Schiele, Gustav Klimt, Theodor Herzl y Siegfried Marcus. Había cafés importantes, y los sigue habiendo hoy, en todas las grandes ciudades de lo que era entonces el Imperio Austrohúngaro: en Praga, en Budapest, en Trieste, etcétera.
Al menos desde 1650, las Coffee houses de Inglaterra «son sinónimo», como suele decirse, de arte, de literatura y de conspiraciones, y su ambiente ha quedado asociado definitivamente a esa peculiar mezcla de laboriosidad y de bohemia que caracteriza a los verdaderos habituales del café.
Si bien no es inglés, sino francés, el ejemplo de esa laboriosidad bohemia de café más famoso es Jean-Paul Sartre, porque no solo escribió El ser y la nada en el Café de Flore, sino que incluyó en ese libro argumentos del camarero.
En 1700, Londres tenía tres mil cafés para solo seiscientos mil habitantes. Esto da una idea de la importancia del café en la sociedad y la cultura modernas desde los siglos XVII y XVIII hasta hoy. En 1709, el diario londinense The Tatler (El Charlatán) trae noticias sobre todos los temas de actualidad, desde la bolsa hasta el arte y los espectáculos, y utiliza como fuente de información lo que se dice en los cafés. Y es tan buena esa fuente que, de hecho, los periodistas no han dejado desde entonces de aprovechar las charlas y los rumores de café para enterarse de lo que pasa, de lo que dice la gente acerca de lo que pasa y sobre todo, a veces, de lo que está a punto de pasar.
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Por otra parte, no todo en ese mundo manchado de tinta y café de las letras, la farándula y el periodismo es chisme de actualidad o flash informativo de último minuto. Así, volviendo a Inglaterra, tanto Steele, en The Tatler, como Addison, en The Spectator, quisieron dar a sus lectores algo más que noticias fugaces: quisieron darles, también, ensayos en los que brillara el ingenio y el conocimiento se difundiera. Y en Francia, es bien sabido, los cafés parisinos de 1780, como el ya citado Procope, o el Café de la Regence o el Café de Fey, engendraron en sus mesas, con el cafetero concurso de las inteligencias de Voltaire, Rousseau, Diderot y D’Alembert, entre otros asiduos, tanto la Enciclopedia como la Revolución.
El café, su lenguaje y su paisaje, sus mesas, sillas, brebajes, licores, prácticas y tradiciones, es un espacio histórico vital de la modernidad literaria, filosófica y cultural de Europa, y no solo de Europa: también es un espacio histórico arraigado en muy importantes aspectos de la moderna cultura latinoamericana, sobre todo desde el siglo XIX. Es en un café de París donde Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo (o sea, el modernismo en dos pares de piernas) se encuentran con Verlaine. En ese café, dice el relato que nos ha llegado, Darío exalta al genio francés sentado a su mesa; y en ese café Verlaine, ya muy borracho, logra solo balbucear, penosamente: «La gloire... la gloire. Merde!».
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En el siglo XX, en Madrid, Rafael Cansinos-Assens, el clásico traductor de las Mil y una noches, entre otras cosas, reina en el Café Colonial, mientras Ramón Gómez de la Serna lo hace en el Café Pombo. Las ciudades ya son como las de hoy, eléctricas y agitadas, y los cafés son el vórtice de la tormenta, pero también son puerto y refugio. Y los cafés son lugares, por otra parte, de hospitalidad con frecuencia engañosa, en los que se cultivan maledicencias y rumores. Y el café fue también en algunos casos una academia o universidad casi gratuita; muchos, por el precio de una taza prolongada durante horas, pudieron escuchar, en España, por ejemplo, las ideas de Unamuno de su propia boca, o las de Machado, o las de Pío Baroja. Y cuando, tras la guerra civil, muchos intelectuales se exiliaron fuera de España, en Buenos Aires, México y otras ciudades de Latinoamérica, el café para ellos siguió siendo el ágora, y eso terminó siendo para todos, por contagio y por hábito, los habitantes de nuestras principales metrópolis.
El café, desde su aparición en el mundo moderno, fue política y poesía, y política poética, y poesía política; fue soledad y compañía, y compañía de solitarios, y soledad acompañada. Todas esas cosas fueron y son los cafés, una ruidosa, dinámica, ágil, fundamental parte de la cultura actual, el escenario por antonomasia tanto de lo creativo como de lo belicoso del diálogo, y con frecuencia el punto de partida histórico de importantes conjuras revolucionarias, teorías filosóficas, movimientos literarios y de otros mil asaltos al cielo.
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