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En los últimos años, Francia, una de las democracias más antiguas del mundo, ha asistido al ascenso del Front National, que más que un partido es un fenómeno de circo movido a base de brutales ofensas racistas pronunciadas con grotesco impudor y de propuestas como las de volver a establecer la pena de muerte o devolver a los inmigrantes a sus países de origen. No es un hecho aislado. El nacionalismo resurge en Europa. Y con él la xenofobia, el odio, la mezquindad, la estupidez, la cobardía, el racismo, la intolerancia y todas las bajezas que le son propias. Y el juego sucio, porque para el nacionalismo hay que defender «lo nuestro» como valor supremo y todo vale contra el que viene de afuera y lo «amenaza»: el enemigo, el forastero, el extranjero, el extraño, el diferente, el inmigrante. El que tiene otros dioses, otro color de piel, otras ideas, otras costumbres, otra lengua.
En Francia, el odio y el miedo dominan a los nacionalistas. ¿Hay más delincuencia? Son los inmigrantes, con su hambre y su barbarie. ¿Hay más desempleo? Son los inmigrantes, que se quedan con los puestos de trabajo. ¿Suben los impuestos? Son los inmigrantes, que viven como parásitos del dinero que los ciudadanos aportan al Estado.
Pues yo les respondo: gracias a esos miedos, Hitler llegó a Führer. ¿Hubo represión? Fue el nacionalismo. ¿Hubo violencia? Fue el nacionalismo. ¿Hubo guerra? Fue el nacionalismo. ¿Hubo dolor? Fue el nacionalismo. ¿Hubo terror? Fue el nacionalismo. ¿Hubo muerte? Fue el nacionalismo.
Esta no es una guerra entre la cultura árabe y la occidental: la cultura occidental le debe demasiado a la cultura árabe (y viceversa). Ni entre la mentalidad religiosa y la mentalidad laica: todas las ideas tienen, en principio, el mismo derecho a ser respetadas. Ni entre los inmigrantes incultos, piojosos y bárbaros, y los hijos educados y limpios de las modernas democracias, ni entre moros y cristianos. No es una guerra entre el barrio cerrado llamado «Europa» y los infectos suburbios de los extramuros de la civilización, ni una guerra entre los ciudadanos de las sociedades del bienestar y las peligrosas hordas de los pobres resentidos: es una guerra entre la risa y la metralla, entre la inteligencia y la estulticia en su viejo y siniestro sentido etimológico.
Por otra parte, el atentado, según entiendo, no representa a toda la humanidad de confesión musulmana, sino a un sector, digamos, peculiar, que rechaza a otros musulmanes que disienten de sus tesis, reduce a la mujer a máquina reproductora de carne y a sirvienta y exige obediencia absoluta a ciertas autoridades. Uno de los policías muertos en el atentado, Ahmed Merabet, era musulmán; el corrector de Charlie Hebdo muerto en el atentado, Mustapha Ourrad, era argelino. Tal vez sea por eso, entre otras cosas, que Charlie Hebdo ha publicado en su página web un número que solo dice «Yo soy Charlie» en varios alfabetos e idiomas, y el primero es el árabe.
No cabe imaginar cuán pobre sería nuestro mundo sin la filosofía, sin la literatura, sin la poesía, sin las matemáticas, sin la cultura islámica. No cabe imaginar una historia universal sin Al Juarismi, sin el ajedrez, sin Shajrazat y sus noches virtualmente infinitas cuyo relato la literatura europea ha intentado mil y una veces imitar. Lo que la fantasía y la razón le deben al mundo islámico no puede calcularse ya después de tantos siglos. Es impensable cuánto perdería la belleza de la historia humana sin el rey Al-Mutamid escribiendo sus últimos poemas, prisionero de los almorávides, en una celda miserable en Agmat, al sur de Marruecos, sin un místico sufí como Hafez cantando al vino, la caza, el amor, los radiantes placeres terrenos de Shiraz, sin Ibn Ammar desafiando a una partida de ajedrez a Alfonso VI de León para obligarlo a levantar el asedio de Sevilla. Qué hubiera sido de la cultura del Medioevo sin los tesoros traídos al califato de Córdoba y a los reinos de taifas y sus cortes llenas del brillo de los grandes astrónomos, poetas, médicos, científicos e intelectuales de su época, qué hubiera sido del pensamiento posterior sin Ibn Rushd, sin Al Farabi, sin Ibn Sina, qué hubiera sido de Sevilla sin el Alcázar, qué hubiera sido de la poesía española y universal sin el zéjel y la moaxaja, qué hubiera sido de la música sin el laúd ni el rabel, sin la guitarra ni la cítara, qué hubiera sido, en fin, de Europa sin Al-Andalus. En un momento de crisis política y social en Europa en general y en Francia en particular por las reacciones xenófobas de los sectores más reaccionarios de los países europeos contra los inmigrantes, la ultraderecha en Francia es la gran beneficiada por el absurdo ataque al Charlie Hebdo, que a nadie perjudica tanto como a los millones de personas de confesión musulmana que viven en suelo francés. Pues, desde luego, la derecha dijo de inmediato lo que tenía que decir: «¿Es posible conciliar la Constitución de Francia con el Corán? ¿Cuál es la estrategia de la Unión Europea ante el peligro de la guerra contra el Estado Islámico en Irak y Siria? ¿Cambiará el atentado el modo en que se convive en Francia con la población musulmana?»: un crescendo de racismo que lleva insensiblemente al que lo escucha desde lo impersonal hasta el rechazo directo contra unas personas y una cultura ya presentadas con el «respaldo de los hechos», gracias a este necio crimen, como hostiles y enemigas.
Con este ataque se dará por «autorizada» la persecución abierta de millones de personas, y quizá impida toda fraternidad entre musulmanes y no musulmanes, nativos e inmigrantes, árabes y europeos. No dejemos que las líneas más oscurantistas del mundo contemporáneo justifiquen la discriminación prejuiciosa de nuestros semejantes, contraria a los mismos valores heridos por las ráfagas de las Kalashnikov de estos, con perdón por lo vulgar del término, imbéciles, que no tienen más lenguaje que los gritos de la ira o la mudez de la muerte; se esté de acuerdo, o no, con Charlie Hebdo, el humor, como toda guerra, tiene sus propias leyes: si respondes a un chiste con un asesinato, aunque hubieras tenido la razón, la pierdes, aunque tu posición fuera la justa, se convierte en injusta, y en suma, si en esta guerra golpeas con otras armas que la risa, aunque mates a millones, el derrotado eres tú.
No pretendo entrar ahora en el debate sobre las posturas tomadas por Charlie Hebdo desde hace un tiempo, posturas que no necesariamente son siempre plausibles para todos; solo diré por el momento que no creo que este ataque pueda ni deba ser un motivo para censurar las justas críticas al semanario, pero tampoco para convertirlo en un ideal ni en un fetiche. Y no entro hoy en ese tema, no por falta de interés, sino porque lo urgente es decir otra cosa, y la voy a decir ahora mismo:
Cuando los políticos franceses hablan de este atentado como un ataque a «los sagrados valores de Francia» refiriéndose a la libertad de expresión, suenan exactamente igual que los que defienden «los sagrados valores del Islam». E igual que los asesinos de los muertos en el crimen de Charlie Hebdo. No hay sino mezquindad, bajeza y cobardía en las mentiras nacionalistas que enfrentan a los hombres entre sí. Los intolerantes y los prepotentes (y los poderosos) quieren dividir el mundo para someterlo mejor. Van a volver a intentarlo, utilizando este crimen, una vez más, como siempre. No crean en sus mentiras. Defender la libertad de expresión no es defender los «valores de Francia»: es defender los valores de todos los seres humanos sin excepción, incluidos los inmigrantes, incluidos los pobres, incluidos los creyentes –todos tienen derecho a creer, o a no creer, en lo que les apetezca, sin ver por ello insultadas sus ideas desde una presunta «superioridad intelectual» que no manifiesta más que estupidez–, e incluidos, sí, también los musulmanes. Este no es un ataque contra los europeos o los franceses y sus «sagrados valores», sino contra los seres humanos. Esos valores no son propiedad privada de nadie en particular: son de todos. Son míos. Y son de usted. Y este es un atentado contra la humanidad, y no contra Occidente. Por respeto a la irreverencia indiscriminada y universal, por respeto al espíritu liberador y libre de la sátira, que nadie ose utilizar la memoria de los muertos en el atentado contra el Charlie Hebdo para atacar en su nombre a un solo creyente, a un solo pobre, a un solo musulmán, a un solo inmigrante, a un solo hombre.
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