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Poeta, científico y traductor, Osías Stutman se graduó de médico en la Universidad de Buenos Aires en 1957. Expulsado de la universidad por el gobierno militar de Onganía, emigró a Estados Unidos en 1966. Fue profesor en la Universidad de Minnesota, en la Universidad Cornell y en el Memorial Sloan Kettering Cancer Center. Desde 1999 vive –alejado de las cámaras, poeta a tiempo completo– en Barcelona, donde nos concede esta entrevista exclusiva para El Suplemento Cultural.
-Usted trabajó con Aldo Pellegrini y Olga Orozco en Fabril Editora. ¿Podría contarnos un poco más de aquellas épocas?
-Sí, exactamente. Jacobo Muchnik funda la editorial. Esa época fue fantástica. Pellegrini trajo el surrealismo clásico de André Breton a la Argentina. Y tenía la característica del surrealista ortodoxo y nos peleábamos porque para mí la ortodoxia surrealista no existe, yo la leo de otra manera. Es una libertad total de asociaciones. La deuda que yo tengo con los surrealistas es haberme enseñado a utilizar esa asociación libre sin prejuicios ni cadenas, ni siquiera gustos personales, con eso escribo feliz y los resultados son buenos. Yo no me veo escribiendo en el formato clásico.
-Usted conoció a Witold Gombrowicz…
-Sí, mis papás tenían un amigo polaco, un gran maestro de ajedrez que manejaba una confitería en la calle Corrientes. Y ahí se hizo la famosa traducción de Ferdydurke, coordinada por Virgilio Piñera. Eran cerca de catorce muchachos, y nadie sabía polaco. Escribía en su castellano –por así llamarlo–, ellos lo trabajaban y luego se le consultaba página a página. Cuando Gombrowicz se cansaba, jugaban ajedrez. Yo debía tener 18 años, era un pibe. Y Paulino Frydman le dijo que tenía un chico que jugaba muy bien al ajedrez, y jugábamos, pero él se cansó porque siempre quedábamos en tablas. Yo no le conseguí ganar, pero él tampoco a mí. Y él me decía: ¿Y aparte de jugar al ajedrez sabés leer? (risas). Me hacía esas cositas, así, de tío malvado. Yo publiqué un libro titulado Los sonetos completos (de Gombrowicz). Y una vez me pasó una cosa interesante. Él se casó con una chica canadiense y regresó a Europa, y cuando saqué esa plaquette le mandé una copia y ella me dijo que estaba segura de que a él le hubiesen gustado esos poemas.
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-Usted comenzó a leer a los místicos. ¿Cómo lee un científico a estos poetas?
-A mí siempre me interesó el lenguaje, el lenguaje es un producto humano, pero tiene sus propias reglas, sus propios modos de uso y esas cosas hay que respetarlas. Pero esto no se puede imponer, si un señor quiere escribir como Góngora ahora, que lo haga y que Dios lo bendiga. Me acerqué a los poetas místicos porque eran una serie de etapas. El misticismo prácticamente en todas las religiones es una serie de etapas en las que tienes que ir negando cosas. Primera cosa: ¿qué es Dios? Y Dios no es ninguna de las cosas que nosotros podamos pronunciar. Es como una escritura en clave que no entendemos muy bien, pero que respetamos y utilizamos como valor. Yo creo en Dios y yo no creo en Dios, con eso puedes hacer muchísimas combinaciones. Lo que me gustó de la poesía es que te puedes dar el lujo de utilizar el lenguaje de muchas maneras, pero en el lenguaje de la poesía te sientes más motivado con esto de que estás rompiendo el sistema al no aferrarte a los ripios poéticos del tiempo; hay que mandar todo eso a la mierda porque con eso no vas a escribir buena poesía. Lo que escribía Lezama Lima es de él, si copias vas a ser un copiador de Lezama Lima y no un autor y eso se da mucho.
-¿Por qué salió de Argentina?
-Fue por una dictadora anterior a la horrible de los asesinos, este fue Onganía, un militar que reemplazó a todos los decanos y rectores de todas las universidades. Era un clima muy tenso. Lo clásico, a las dos de la mañana estás durmiendo tranquilo en tu casa, rompen la puerta, llega la policía y te llevan. Prefiero no hablar de eso. Y no me puedo hacer el mártir. En Minnesota me fue muy bien, el clima era malo, pero no me quejo. Ahí conocí a John Berryman, que era profesor de poesía. Berryman era un gran experto en Shakespeare. Él daba clases a las cinco de la tarde y yo iba a esas clases. Y dependiendo del humor de Berryman, que era un alcohólico, se extendían o no las clases.
-En sus libros, casi ningún poema sobrepasa la página. Hay una búsqueda de exactitud. ¿Cómo ha ido reflexionando su búsqueda estética a lo largo de los años?
-Yo no cambio mucho mi obra, la dejo reposar y luego me dedico a otras cosas y regreso. Y a veces pienso: ¿Cómo diablos pude escribir esta mierda? Pero ese es otro tema. La sorpresa que te dan a veces los textos es que te salen cosas mejores de las que tú esperabas. Y yo creo que eso es lo que podría ser la inspiración. Los griegos la tenían fácil porque había una musa para cada cosa. Si eras poeta trágico tenías una, si eras poeta cómico tenías otra, y así sucesivamente. La única poética que yo escribí está en un blog llamado La infancia del procedimiento. Mi poesía es la libertad total, la asociación libre de la que hablábamos antes. Y pongo como ejemplo a Tu Fu, el poeta chino, que es la representación del hombre viejo que hace lo que se le da la gana. Yo soy como él, escribo lo que se me da la gana y cuando se me da la gana.
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-Usted iba con Alejandra Pizarnik a visitar a Antonio Porchia. ¿Qué recuerda de esas épocas?
-Yo le hice un homenaje a Porchia. César Aira, que está ahora muy de moda, decía que a él no le gustaba Porchia porque era muy previsible. Yo pienso que se equivocó, metió la pata. Porchia era un grande. Él vivía en un suburbio y con el tren se podía ir muy fácil. Íbamos habitualmente. Había una editorial de poesía que se llamaba Botella al Mar, la hacía Luis Seoane, un gallego pintor. Con él y otra gente íbamos a ver a Porchia. Y al aire libre, si el tiempo lo permitía, le decíamos: Porchia, dale. Y escuchábamos todos babeando, y a la Pizarnik le hacía mucho bien eso. A ella Porchia le hacía mucho bien porque ella era bien compleja. Tengo varios homenajes a ella y también una serie de correspondencias que voy a donar a la Universidad de Princeton.
-Algunos lo consideran el secreto mejor guardado de la poesía argentina. ¿Qué piensa de eso?
-Esto lo sacaste de Babelia, en El País, de la interviú que me hizo esa chica. Y ella, para mi gusto, usó tintas muy extremistas y produjeron respuestas. En Nueva York yo estaba con un grupo de poetas, tres cubanos y un dominicano, que le mandaron una nota airada diciéndole que de olvidado nada. Pero realmente es verdad que en una época me dejaron colgado. En Estados Unidos era otra cosa porque yo iba al Instituto Cervantes de ahí. Por ese tiempo José María Conget era el responsable de las actividades culturales y él me hizo un bien enorme. Primero porque compró muchísimos libros para el Instituto Cervantes de Nueva York; fue a comprar libros a Perú, Chile, Argentina y varios otros lugares y montó una biblioteca fantástica. Y llevó al poeta panameño Edison Simons, a quien yo conocí. Mi primer libro se presentó ahí y el resto fueron publicados estando en Barcelona.