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La idea moderna de nación aparece cuando las revoluciones americana y francesa hacen de los súbditos ciudadanos en las últimas décadas del siglo XVIII: es pues, en su origen, una idea democrática. Pero durante el siglo XIX se desarrolla otra idea, paralela, de nación. Surge en Alemania el concepto de Volksgeist, el espíritu del pueblo en tanto comunidad cultural y étnica, con su fabuloso correlato de las «naciones sin Estado», suerte de almas colectivas en pena que vagan por la Historia anhelando encarnarse en un cuerpo estatal. Los efectos más obvios de la influencia de estos discursos en el siglo XX serán el triunfo del nazismo y el fascismo en Alemania e Italia y del nacionalismo en Japón. Un factor de estos triunfos fue pasional –el rencor, el odio, el miedo como combustibles políticos–: Alemania resentía su derrota en la Primera Guerra Mundial, Italia se sentía postergada por sus aliados tras ella y Japón se creía amenazado por China y por la hegemonía de Estados Unidos en el Pacífico. Recordemos esto cada vez que volvamos a escuchar las viejas y rabiosas reivindicaciones nacionalistas de la ultraderecha paraguaya (y de algunos sectores que se llaman a sí mismos «de izquierda») y su discurso de odio contra adversarios de pasadas guerras.
Ese nacionalismo impregna el discurso oficial de la nueva derecha que, en el caso del actual gobierno brasileño, desata su veta más delirante en estos días de incendios amazónicos, con Bolsonaro descalificando la crítica mundial como sabotaje «colonialista» y con la discusión internacional caricaturizada como ataque a la soberanía. En efecto, los clichés oficiales y el léxico pomposo de la Soberanía, los Próceres, la Bandera, etcétera, regresan con el auge de los movimientos reaccionarios y con el ascenso de las ultraderechas al poder en varios países del mundo, y se retoman tanto la construcción xenófoba del enemigo externo –el extranjero, el inmigrante– como la del enemigo interno –el que «lastra el progreso», el que se resiste a la homogeneización nacional de lo diverso, etcétera–. Los únicos que pueden ofrecer una identidad a la nación, ha escrito Eco, son los enemigos. Sean los externos, sean –unos y otros suelen aparecer simultáneamente– los internos, los que no caben en el molde de la supuesta e impuesta «identidad nacional». Así, aunque la nación moderna se planteó originalmente como un proyecto democrático de comunidad política y no étnica, hoy raza, género, lugar de origen, condición socioeconómica e incluso orientación sexual vuelven a estorbar el logro de la igualdad que fuera su propósito.
Aunque los nacionalistas románticos del siglo XIX creían en el Volksgeist, el desarrollo de disciplinas como la lingüística comparada arrojó esas identidades estables y únicas al tacho de las ideas obsoletas. Pese a ello, demostrándose inmune al pensamiento, el nacionalismo resucita mientras los avances en materia de respeto a la diferencia y políticas de inclusión son pintados por el discurso reaccionario como «privilegios», competencias desleales para los «compatriotas», atentados a la «familia», beneficios para quienes «no quieren trabajar», etcétera. Y detrás de las frustraciones y miedos de las clases medias a quienes ese discurso seduce y conquista está el poder real de los grupos empresariales que negarán lo que sea –el cambio climático, por ejemplo–, por evidente que sea, para aumentar sus ganancias.
Cuando Jair Bolsonaro dio su primer discurso como presidente de Brasil, en su escritorio tenía la Biblia, la Constitución y O mínimo que você precisa saber para não ser um idiota, libro del exitoso youtuber septuagenario Olavo de Carvalho, que desde su casa en Virginia, donde vive con una esposa veinticinco años más joven que él y con una amada colección de rifles y revólveres, imparte a miles de discípulos cursos virtuales de «filosofía» y exige una alianza de derechas para «salvar a Occidente» del «marxismo cultural». «Los marxistas –Carvalho dixit– pensaban que destruyendo la propiedad privada iban a destruir la familia. Pero destruir la propiedad privada no resultó fácil. Entonces, ¿qué hicieron estos hijos de puta? Invirtieron 180 grados la teoría marxista de la estructura y la superestructura. En vez de destruir la propiedad privada para destruir la familia, promovieron la destrucción de la familia para destruir la propiedad privada». Supersticiones populares como el «marxismo cultural» o el delirante mito –viralizado por WhatsApp durante la campaña presidencial de Bolsonaro– de que nazismo y fascismo son doctrinas de izquierda deben a Carvalho mucho más de lo que suele decirse. Un fan de Carvalho dedicado a despotricar, entre otras cosas, contra la «criminalización de la heterosexualidad» en su blog –llamado «Cambio climático, una conspiración marxista»– es el actual ministro de Relaciones Exteriores de Brasil, cuyo nombre quizá sea familiar al público paraguayo debido al reciente escándalo sobre Itaipú, Ernesto Araújo: «La Divina Providencia –escribió Araújo este año en un artículo publicado en The New Criterion– unió las ideas de Olavo de Carvalho y el patriotismo del presidente electo Jair Bolsonaro». El amor es mutuo: «Empecé a leer el blog y dije: ¡Este tipo es un genio! ¡Tiene que ser el canciller!», dijo Carvalho hace unos meses a Americas Quarterly.
En el caso de Brasil –pero no solo de Brasil–, el nacionalismo de la nueva derecha es desembozado. Y por momentos místico: «el nacionalismo», prosigue Araújo, «se ha vuelto vehículo de la fe; la fe se ha vuelto catalizadora del nacionalismo». Con las redes sociales, celebra el bloguero y canciller, las ideas del anciano influencer Carvalho llegaron al país entero y «convergieron con la valiente postura del único político brasileño verdaderamente nacionalista de los últimos cien años, Jair Bolsonaro», quedando por fin Brasil «redefinido como un país conservador, antiglobalista y nacionalista».
Pero el peligro que la llamada «nueva derecha» representa no es quizá tan nuevo como ese nombre quiere. El nacionalismo es un peligro demasiado viejo para que la nueva derecha sea realmente nueva. En cierto sentido, ni siquiera los incendios masivos en la Amazonia indican en rigor una novedad. Desde el siglo XIX la formación de los modernos Estados-nación latinoamericanos supuso eliminar diferencias internas, justificar la uniformización cultural nacionalista de poblaciones diversas asociándola al desarrollo nacional, declarar atrasados o salvajes a los habitantes de territorios ajenos al control estatal, definir sus tierras como espacios «desaprovechados» a colonizar en aras del bien común, id est, del bien de la nación, y toda la enorme variedad de conflictos y de actores que participaron y participan en estos complejos procesos fue y es negada y disuelta una y otra vez en el relato histórico nacionalista, con sus héroes nacionales, que supuestamente representan a todos, con sus causas nacionales, que supuestamente son las de todos, con sus enemigos de la nación, que supuestamente son los propios.
Abordar lo que está pasando en la Amazonia –y no solo en la Amazonia– como un asunto de soberanía y no de defensa de la vida sobre la tierra y de justicia social es coherente con la ideología nacionalista, una ideología burguesa que en cada nación expresa los intereses de las clases hegemónicas y de las élites con las estas que se alían en el plano internacional. Se defiende lo «propio» contra lo «foráneo» aun en países donde la mayoría no tiene nada «propio». Se quiebra la solidaridad con la humanidad y con la vida en su conjunto apelando a pasiones mezquinas que las dividen, poniendo las fronteras al servicio de las élites. «La “crisis ambiental” parece ser la última arma del arsenal de mentiras de la izquierda» tuiteó, por increíble que parezca dadas las circunstancias, hace unos días el canciller bloguero en su rancio papel de defensor de la soberanía patria y el desarrollo nacional, soberanía y desarrollo defendidos e impulsados, por supuesto, a expensas de los muchos –los muchos brasileños, en este caso, en primer lugar– que no se benefician de los planes económicos y la apropiación de tierras promovidos por el gobierno nacionalista y patriótico de Bolsonaro, a expensas de los pueblos nativos –los pueblos nativos de la actual «nación brasileña», en este caso, en primer lugar– cuyos medios de subsistencia son directamente afectados por la destrucción de la selva tropical. Ahí tienes tu patria, nacionalista: carbones, escombros y cenizas; ahí tienes tu porvenir.