El senador Basilio Núñez (ANR, cartista), presidente del Congreso, no cree que los periodistas paraguayos estén desprotegidos, porque habría instituciones encargadas de velar por su seguridad. Y bien, lo cierto es que, desde 1991 hasta hoy, el ejercicio de su labor ha costado la vida a veintiuno de ellos, en tanto que se registraron más de seiscientas agresiones y amenazas en su contra; el pedrojuanino Humberto Coronel fue ultimado en 2022, tras haber recibido una amenaza de muerte que fue denunciada, según recordó Santiago Ortiz, secretario general del Sindicato de Periodistas del Paraguay. En efecto, la historia de las últimas décadas muestra que en este país el periodismo es una profesión de alto riesgo, como lo han vuelto a demostrar los tres recientes atentados cometidos en Lambaré, contra las viviendas de tres hombres de prensa que habrán molestado a uno o más facinerosos de guante blanco, que creyeron oportuno recurrir a su mano de obra para “trabajos” muy sucios.
Desde ya, estas elocuentes advertencias exigen que sus destinatarios encuentren el auxilio oportuno y que los autores materiales e intelectuales sean identificados y sometidos a la Justicia. Se trata de hombres y mujeres que se dedican a exponer, a través de sus medios de comunicación, las inquietudes de la gente, y que muchas veces constituyen el último bastión para la defensa de los intereses generales cuando estos se ven conculcados por parte de autoridades o malvivientes. Es cierto que la inseguridad reinante afecta a la población en general, pero también lo es que los periodistas están expuestos a contundentes ataques ordenados por peces gordos de la delincuencia, organizada o no. En otras palabras, no solo pueden ser víctimas de ladrones domiciliarios o motoasaltantes, como el común de la gente, sino también de quienes pueden contratar sicarios para que no interfieran en sus turbios manejos.
Hay legisladores y funcionarios que, sin correr ni de lejos tantos riesgos, salvo quizá que estén involucrados en el narcotráfico u otros delitos, cuentan a pedido de ellos mismos con custodio policial para ellos y sus familias. La gente común no disfruta de esta protección.
Y bien, en noviembre de 2022, como derivación del caso trágico de Santiago Leguizamón, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) censuró al Estado paraguayo por la falta de garantías para el ejercicio del periodismo y de la defensa de los derechos humanos, ordenándole que “impulse la aprobación del proyecto de ley sobre libertad de expresión, protección a periodistas, trabajadores de prensa y defensores de derechos humanos, que actualmente se encuentra en trámite o de un proyecto de ley de contenido similar”.
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En abril del siguiente año, cuatro senadores presentaron una iniciativa parecida, que crea para el efecto un Mecanismo Nacional, un ente autárquico integrado por organismos de seguridad, representantes de los periodistas y organizaciones defensoras de derechos humanos. A casi dos años del fallo de la CIDH, el proyecto de ley –favorablemente dictaminado por la Comisión de Derechos Humanos del Senado– iba a ser debatido en la sesión plenaria de ayer, pero la mayoría decidió posponer su tratamiento por quince días, a propuesta del senador Natalicio Chase (ANR, cartista) para “realizar más ajustes a este proyecto”. Es de temer que la intención real sea que el Estado desoiga a la CIDH y todo acabe en la nada, considerando los citados dichos del presidente de la Cámara y los del senador Dionisio Amarilla (PLRA, cartista), quien rechazó el supuesto propósito de convertir a los periodistas en una “casta”.
Habrá que esperar, pues, lo que ocurra dentro de dos semanas. En el mejor de los casos, se trataría de atenuar sus disposiciones, convirtiendo el Mecanismo Nacional previsto en un instrumento inocuo. Más allá de las normas propuestas, lo que se buscaría es dificultar que la población exprese sus denuncias o reclamos a través de la prensa, ante el temor de que el periodista –y por qué no, también, su informante– sea acallado a golpes o a balazos. Ultimarlo implicará también ahogar la voz de la gente vulnerada en sus derechos por los poderes públicos o fácticos. Eso de matar al mensajero es una práctica tan conocida como la de intentar amedrentarlo, cuya consecuencia implica crear un medio cerrado en el que se escuchen cada vez menos las voces discordantes y en el que los dueños del poder pueden hacer su voluntad sin interferencias. Las señales indican que nos dirigimos hacia ese escenario.