En el marco del Día Nacional de la Lucha contra el Abuso y la Explotación Sexual de Niñas, Niños y Adolescentes, que se conmemora hoy, el ministerio que se ocupa de las y los menores de edad lanzó una campaña para prevenir los abusos sexuales que ellos sufren. El ministro Walter Gutiérrez dijo que el año pasado se denunciaron penalmente más de 3.521 hechos punibles de tal carácter, el 95% de los cuales fue cometido en el “entorno de confianza”, integrado por familiares, vecinos, maestros, entrenadores, líderes religiosos y amigos del hogar. Si desde ya se trata de una cifra considerable para un país de solo 6.500.000 habitantes, resulta aún más elevada en la medida en que muchos casos no son revelados por las víctimas, pues la gran mayoría de las veces tienen como escenario el “entorno familiar cerrado”. En tal sentido, el “Observatorio” del Ministerio Público estima que el “subregistro”, es decir, los hechos no denunciados, oscila hoy entre el 30% y el 40%. Como se ve, la situación en la materia es gravísima, y en algunos casos salen a la luz hechos aberrantes.
Conste que sigue vigente la Ley N” 6202/18, “que adopta normas para la prevención del abuso sexual y la atención integral de los niños, niñas y adolescentes víctimas”, sin que se advierta que haya disminuido la frecuencia de ese delito, cuya persecución penal es imprescriptible debido a su extrema gravedad. Tampoco se sabe mucho acerca del tratamiento que reciben los menores que lo han sufrido, pese a que la ley citada creó una Comisión Nacional de Prevención y Atención Integral del Abuso y a que existen unas Consejerías Municipales y unos Defensores de la Niñez y la Adolescencia. Como se ve, el aparato burocrático es impresionante, pero sus frutos parecen escasos. Según la disposición legal, al menos cada treinta días, los centros de enseñanza educativos deben instruir cómo prevenir y detectar el abuso sexual, empleando el material didáctico, audiovisual y pedagógico elaborado por el Ministerio de Educación y Ciencias (MEC). Cuesta creer que se esté cumpliendo con esta obligación, es más, que los docentes del Paraguay profundo estén tan siquiera enterados de ella, aunque sea plausible que en abril se haya realizado en la capital de Itapúa una Jornada de Capacitación en Prevención del Abuso Sexual Infantil y Protocolo de Actuación en el Ámbito Educativo.
A propósito, el ministro Luis Ramírez informó que entre agosto de 2023 y marzo de 2025, su cartera recibió 94 denuncias contra educadores, que están siendo investigadas. Si hasta una autoridad educativa habría sido destituida a causa de una presunta aberración de igual índole, es presumible –lamentablemente– que no son pocos los educadores que incurren en ella. Recurriendo a fuentes oficiales, la Coordinadora por los Derechos de la Infancia y la Adolescencia (CDIA) dio a conocer numerosos datos sobre esta problemática de suma gravedad, entre ellos el de que el año pasado dieron a luz 347 niñas y adolescentes, de entre diez y catorce años de edad. Al hacerlo, exigió al Estado que ejecute “políticas públicas integrales, articuladas y con una inversión adecuada”, dejando de lado las “consignas vacías”. Es mucho, desde luego, lo que desde el poder público se debe hacer para combatir el flagelo al que están expuestos los menores, debido también, entre otras cosas, al alcoholismo y a la drogadicción en auge. Más allá de las acciones preventivas, represivas y terapéuticas del Estado, es necesario que la sociedad civil trate de velar por la seguridad de la niñez y de la adolescencia, para lo cual es preciso que abandone la indiferencia o el temor que induce al silencio, frente a las agresiones sexuales.
Quienes sean testigos o tengan noticias ciertas de la comisión de tales delitos, deben intervenir o ponerla en conocimiento de las autoridades competentes. Defender a los menores expuestos a la perversión ajena es un deber cívico y moral, aparte de que la omisión de auxilio puede tener una sanción penal.
El drama diario se repite porque es encubierto por el miedo, la vergüenza o la incredulidad de los mayores. He aquí una tragedia cotidiana, que el temor, la vergüenza o la incredulidad de los adultos contribuyen a encubrir. La circunstancia de que el causante sea a menudo un pariente hace que, por lo general, todo quede entre cuatro paredes y la repugnante historia se repita.
Es preciso liberar a la niñez y a la adolescencia, mediante la aplicación irrestricta de las leyes, del acecho de unos desalmados que no reparan en medios para saciar sus depravados instintos.