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En el 8° aniversario del asesinato del que fue víctima el joven Rodrigo Quintana en la sede del PLRA, asaltada por fuerzas policiales, quince ciudadanos quisieron realizar una representación teatral alusiva en la explanada del Palacio de Justicia y donar un libro al Museo de la Memoria, allí instalado. Sus propósitos fueron impedidos por un grueso cordón policial que les cerró el acceso; hubo forcejos, resultando lesionada una de las personas asistentes. Aunque ninguno de sus subordinados sufrió lesiones, el jefe de la Comisaría 1ª de la Policía Nacional, Gustavo Errecarte, denunció penalmente a siete “sospechosos”, así que el Ministerio Público abrió de inmediato una pesquisa por perturbación de la paz pública, a cargo del agente fiscal Alcides Corvalán.
Vaya por delante que las verdaderas víctimas en este deplorable incidente ejercieron su derecho a “manifestarse pacíficamente, sin armas, sin necesidad de permiso”, reconocido por el art. 32 de la Constitución Nacional, que también dice que “la ley podrá reglamentar su ejercicio en lugares de tránsito público, en horarios determinados, preservando derechos de terceros y el orden público establecido en la ley”. Se invocó, en cambio, una acordada de la Corte Suprema de Justicia, según la cual todo acto público dentro del predio del Palacio de Justicia requiere una autorización del Consejo de Superintendencia que defina el área de reunión. Y bien, los ciudadanos agraviados por la intervención policial no pretendían más que escenificar un trágico episodio de nuestra historia reciente y cruzar la explanada para hacer una entrega en una de las dependencias de la “casa de Astrea”.
Dado que dicho espacio es público, no fue razonable que esas intenciones hayan sido frustradas incluso antes del ingreso del grupo, con base en una normativa de rango inferior al de una ley; por lo demás, sería absurdo que se requiera un permiso para atravesarlo, aunque no se tenga el menor interés en ingresar en el palacio referido, como lo ha sido impedir una representación bloqueando el acceso a una explanada. Más allá de las disquisiciones jurídicas, como la prevalencia de la Constitución y de la ley sobre una acordada, más aún cuando está en juego un derecho de suma importancia en un sistema democrático, importa señalar que lo ocurrido puede interpretarse como una señal más de la arbitrariedad en auge, esta vez a instancias de una Corte Suprema de Justicia que suele tolerar el prevaricato.
Los ciudadanos afectados por la intervención policial no portaron armas ni recurrieron a la violencia como aquellos que irrumpieron en una sede partidaria para terminar ultimando a un joven; quisieron recordarlo y dejar un testimonio de lo ocurrido en 2017, sin tener la menor intención de alterar el orden público, pero acabaron siendo denunciados falsamente por alguien que tiene el deber de preservarlo. Es presumible que no haya actuado así por propia iniciativa, sino a instancias de la máxima institución judicial, pese a que la acordada en cuestión dice que será ella la que debe “remitir los antecedentes a la fiscalía de turno” y adoptar “las medidas necesarias para restablecer el orden”, si sus disposiciones son transgredidas: delegó sus atribuciones en un comisario de policía, en vez de dar la cara, como si aún tuviera vergüenza, pese a la experiencia acumulada.
Resta el consuelo de que la memoria de Rodrigo Quintana, muerto a resultas de un intento de quebrar la ley suprema para saciar una ambición innoble, no ha sido afectada. El episodio comentado sugiere que conviene estar en guardia contra los frecuentes atisbos autoritarios y que no se debe renunciar a ejercer a un derecho constitucional en defensa de la libertad, pese a los sinsabores: es mucho más lo que la ciudadanía puede perder si se resigna a dejar el campo libre a los enemigos de la democracia, dondequiera que estén. Lo acontecido hace ochos años, así como en marzo de 1999, fue la trágica culminación de una tentativa de quebrar el Estado de derecho en aras de una megalomanía; para que no se llegue a tal extremo, es necesario precaverse de los comienzos, repudiando arbitrariedades como la cometida frente al Palacio de Justicia, antes de que sea demasiado tarde: el autoritarismo no se impone de la noche a la mañana, sino que avanza paulatinamente siempre que sus futuras víctimas se callen, encerrándose en la cobarde indiferencia.