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Ya en octubre de 2022 el anterior Gobierno había remitido al Congreso un proyecto para reemplazar la actual Ley 1626, de la función pública, que no es mala en sí misma y está cargada de buenas prácticas e intenciones, pero cuya vigencia siempre ha sido parcial y endeble, no solo por las continuas perforaciones que ha sufrido con acciones de inconstitucionalidad y medidas cautelares otorgadas por un Poder Judicial que en este caso es juez y parte, sino también porque las instancias encargadas de cumplirla y aplicarla la evaden constante y olímpicamente, como acaba de ocurrir con los nombramientos del titular del Legislativo, Basilio “Bachi” Núñez.
Ese proyecto nunca siquiera se trató en comisiones, fue sistemáticamente cajoneado. En febrero de este año, Santiago Peña remitió otro, en cuyo mensaje se declaraba que se introducían modificaciones al ya presentado para asegurar derechos legítimamente adquiridos, pero con el declarado objetivo de “concretar una administración más ágil, transparente y de puertas abiertas al ciudadano”, y de asegurar el concurso obligatorio y la eliminación de influencias indebidas para acceder a cargos estatales.
Tampoco este último proyecto se trató nunca, aunque ahora el Gobierno asegura que una última versión ya ha sido consensuada con los sindicatos –que lo niegan– y que impulsará su aprobación para antes de fin de año, para lo cual faltan dos meses y con un Congreso que todavía debe sancionar el Presupuesto 2025 y que parece más preocupado en cuestiones tales como la “comisión garrote”, la superposición de controles a las organizaciones de la sociedad civil y la autoasignación de subsidios para su jubilación vip antes que en los grandes temas de interés nacional.
Mientras esta reforma se posterga, literalmente, miles de nuevos funcionarios han ingresado sin concurso a las planillas del Estado durante esta administración y se siguen sumando como si nada escándalos similares a los de los “nepobabies” que tanto han indignado a la ciudadanía, en abierta contravención, incluso, de las normativas ya supuestamente vigentes.
En su primer trimestre de gestión, entre septiembre y diciembre de 2023, ingresaron más de 8.000 nuevos funcionarios asalariados, 2.000% más que en todo el resto de ese año, la gran mayoría sin concurso. Esta tendencia no se detuvo en 2024. A diciembre del año pasado, el número de cargos permanentes era de 316.000; actualmente ya es de 320.000 y todavía están pendientes varios pedidos de ampliación presupuestaria para la creación de al menos otros 700. Para 2025, el número de cargos permanentes previstos en el proyecto de presupuesto ya asciende a 331.000, a los que deben sumarse unos 50.000 contratados.
Asimismo, si bien el Gobierno se jacta de haber reducido el peso de los servicios personales en el gasto total, ello es debido a un aumento de las recaudaciones por efecto del crecimiento económico y no a un menor gasto en personal. Al contrario, en términos absolutos, ya en 2023 las remuneraciones en el sector público costaron al erario 2.816 millones de dólares, superando por primera vez el pico de 2.719 millones alcanzado en 2014, una década atrás. Este año se volverá a romper ese récord, y ello a pesar de la fuerte devaluación del guaraní frente al dólar.
Nada de esto habría sido posible con la nueva ley de la función pública, aunque, en rigor, tampoco debió serlo con la actual. En el proyecto se establece que la “única vía de ingreso”, tanto para los permanentes como para los contratados, es el concurso de oposición, salvo contrataciones directas en casos de desastres o calamidad previamente declarados por ley.
Se exceptúan los “cargos de conducción política”, que están taxativamente enumerados, al igual que en la ley vigente, algo que directamente no se cumple, sino que se utiliza la figura del “cargo de confianza” discrecionalmente para eludir la ley. En algunos casos se permite la contratación de hasta tres asesores sin concurso, pero de manera temporal y con la expresa condición de que no podrán ser parientes hasta el cuarto grado de consanguinidad y segundo de afinidad, deberán contar con un mínimo de cinco años de experiencia profesional efectiva y quedarán inmediata y automáticamente desvinculados una vez finalizada la función “política” de su contratante.
Está por verse si el Gobierno realmente tiene intenciones de avanzar hacia la aprobación de una ley de esta naturaleza o si solo es de boca para afuera para mejorar su imagen frente a las calificadoras y organismos internacionales. Por lo pronto, si permanentemente dice una cosa y hace otra, no puede pretender la credibilidad de la ciudadanía.