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Por pura casualidad, hace unos días se supo que las senadoras Zenaida Delgado y Noelia Cabrera, renunciante del partido Cruzada Nacional la una y expulsada del PLRA la otra, devenidas cartistas, utilizaron vehículos del Estado con objetivos particulares. En efecto, en la noche de un viernes, la senadora Delgado –presidenta de la Comisión de Equidad y Género– viajó a Tacuatí (San Pedro) en un minibús de la Cámara Alta, conducido por su pareja Gustavo Vera Santander, ¡oh casualidad, oriundo de ese municipio!, y bien custodiada por un policía pagado por los contribuyentes. El vehículo se quemó por una falla durante el viaje. Por su parte, la senadora Cabrera –titular de la Comisión Nacional de Defensa de los Recursos Naturales– empleó una lujosa camioneta decomisada a un traficante de armas para realizar compras en una ferretería de Lambaré. Al presidente del Senado y del Congreso, Basilio “Bachi” Núñez (ANR, cartista), no le pareció mal pues, según su descarado parecer, también podría haber ido en el vehículo a una peluquería. Pues bien, amables lectores, así se valoran los bienes del Estado.
El uso y la tenencia de automotores del sector público están reglamentados por la Ley N° 704/95, de modo que un legislador, un ministro o un funcionario, entre otros, no pueden hacer con ellos lo que se les ocurra, como si fueran sus dueños: el art. 6° prohíbe usarlos y tenerlos con fines particulares o ajenos a su función específica, en tanto que el 20 castiga a los autores, cómplices y encubridores de violar la ley, por primera vez con una multa de veinte a treinta jornales mínimos, con el doble en caso de reiteración y con “la pérdida de empleo e inhabilitación para la función pública por cinco años, en caso de una tercera infracción”. Debe aclararse que esta última pena es inaplicable, por ejemplo, a los congresistas, aunque es razonable que puedan ser suspendidos, sin goce de dieta, por la inconducta que implica infringir la normativa citada.
El órgano de aplicación de esta ley es la Contraloría General de la República (CGR), que en 2007 emitió una resolución que dispone el “control permanente” de los vehículos del sector público en todo el país. Pero como en casi todo en nuestro país, la leyes son papel mojado, es decir, no tienen vigencia efectiva. Según los últimos datos oficiales publicados, en 2019, la incumplieron el 11% de los vehículos en la capital y en el departamento Central y el 22% en otros departamentos, siendo presumible que los respectivos porcentajes hayan aumentado en gran medida en los últimos cinco años.
Es presumible que el uso indebido de bienes del Estado se extienda a todo el aparato estatal, pese a que la ley contempla diversas penalidades –desde multas, suspensión para ejercer la función pública, hasta penas de cárcel– al funcionario que use –en beneficio propio o permita su empleo a un tercero– los bienes confiados a su servicio. Debería saber esto el director de Transporte de la Cámara Alta, Marcos Griffith, quien afirmó que la senadora Delgado contaba con una orden de “uso discrecional por su seguridad”, es decir que podía usar el minibús como le diera la gana. Ahora es de temer que otros legisladores aleguen su “seguridad” para comprar combustible, hacerse acompañar por un agente policial y conseguir un conductor de su confianza, por así decirlo, para trasladarse a cualquier sitio. Total, los gastos salen de los bolsillos de Juan Pueblo. Es necesario defender el bien común, atacando la muy difundida y arraigada creencia de que el Estado es un botín al que se accede mediante unas elecciones o el patrocinio de un influyente personaje de la politiquería.
La corrupción es contagiosa porque reina la impunidad y no porque falten regulaciones. La CGR, el Ministerio Público y la judicatura tienen instrumentos suficientes para combatirla. Lo que siempre falta es la tan invocada “voluntad política”: la consigna de muchos de los que mandan parece ser robar y dejar robar, sin ningún complejo de culpa.