Cargando...
El Poder Legislativo tiene el privilegio, por así decirlo, de conceder aumentos salariales a sus funcionarios y contratados. Siempre que su decisión no sea vetada por el Ejecutivo, el personal favorecido acrecerá sus ingresos a expensas de los contribuyentes y del equilibrio presupuestario, sin que sus servicios beneficien en muchos casos a la población. La calidad de su “trabajo” solo es juzgada por los parlamentarios, que cuentan con unos “cupos” para incorporar a la clientela respectiva, al margen de la Ley de la Función Pública. En la práctica, no todos necesitan asistir al Palacio Legislativo, aunque lo mismo cobran a fin de mes, pero los que sí concurren bastan para atiborrar los pasillos, pues son nada menos que 2.758 los allí ubicados, lo que equivale a 22 por cada congresista. En su enorme mayoría, han sido contratados sin que hubiera una “necesidad temporal de excepcional importancia para la comunidad” o nombrados sin un previo concurso de oposición, como exige la ley violada en toda la administración pública.
Para cohonestar la notoria ilicitud de las contrataciones, desde 2016 se viene implementando una “política de desprecarización laboral”, mediante un concurso interno, para convertir en funcionarios a los contratados con al menos cuatro años de servicio continuado en un organismo estatal. Y bien, once días antes de los últimos comicios generales, la Cámara Baja aprobó sin mucho debate y casi por unanimidad, una ampliación presupuestaria de unos 28.000 millones de guaraníes, que “responde básicamente a la necesidad de contar con recursos para el fortalecimiento institucional”, según la exposición de motivos del proyecto de ley presentado por numerosos miembros. El “fortalecimiento” consistiría no solo en crear cargos, en “blanquear” contratados y en dar mayores sueldos para los funcionarios que ganan hasta 4.500.000 guaraníes mensuales, sino también en aumentar los jornales u honorarios profesionales de los contratados, así como las remuneraciones de los directores y jefes de departamento, que en adelante cobrarían también por su “responsabilidad en el cargo”; el 5,5% de la suma antes referida se destinaría a seguros médicos y a la compra de muebles y de equipos.
De los dichos del diputado Arnaldo Samaniego (ANR) –hoy senador electo– surge que sus pares se vengarían así de los senadores, que redujeron los aumentos salariales al sancionarse el Presupuesto de este año; de lo que ahora se trataría es de equiparar, en materia de remuneraciones, al personal de la Cámara Baja con el de la Alta. O sea que si los senadores derrochan, también deben hacerlo en represalia los diputados o viceversa, sin que importen en lo más mínimo el estado del erario ni las carencias de la gente, en un país donde los servicios públicos son desastrosos y casi la mitad de la población asalariada ni siquiera gana el salario mínimo legal. Es que los contratados y funcionarios son, en gran medida, unos prebendarios que no necesitan ser idóneos ni laboriosos para vivir bastante bien a costa de los contribuyentes; los instalados en el Palacio Legislativo tienen la ventaja adicional, como se dijo, de que sus “patrones” pueden ser muy generosos con ellos, sin afectar sus propios bolsillos.
La cuestión de fondo es que, en especial, los casi 317.000 funcionarios de hoy conforman un fuerte grupo de presión, ante el que la generalidad de los legisladores suele ceder sin mucha resistencia, sobre todo cuando hay elecciones a la vista. Abundan los “operadores políticos” ubicados en el Presupuesto, que de hecho están a las órdenes de uno o más integrantes del Poder Legislativo; darles el gusto figura en un lugar muy alto de la escala de prioridades de muchos de los que fueron elegidos para representar al pueblo, cuyos intereses suelen estar en conflicto con los del personal público: a la hora de optar, la decisión suele beneficiar a este sector que absorbe alrededor del 70% de la recaudación tributaria, aunque las infraestructuras vial, sanitaria y educativa sean deplorables.
De hecho, la gran mayoría de los parlamentarios traiciona a sus mandantes, a los que solo les resta apelar a la prensa o manifestarse pacíficamente, en defensa de sus derechos vulnerados por la falta de gastos de inversión. Como no vale la pena recurrir a la inoperante Defensoría del Pueblo, resulta que la población está a menudo expuesta a sufrir las consecuencias de unas decisiones legislativas contrarias al bien común, como las que implican la creación de cargos superfluos o los aumentos salariales injustificados en el sector público.
Por todo ello, es una agradable sorpresa que la Cámara de Senadores haya rechazado –por apenas un voto de diferencia– el despropósito cometido en la de Diputados, adonde ahora debe volver el malhadado proyecto de ley. Este órgano será renovado en breve por 58 de sus 80 miembros, siendo de esperar que los nuevos sean más conscientes que los actuales acerca de que es preferible atender los reclamos de la población trabajadora y sus familias antes que los del excesivo número de contratados y funcionarios, gran parte de ellos clientela política de los “representantes del pueblo” y de otros personajes influyentes.