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El Tribunal de Sentencia que juzgó a Dany Durand Espínola –exministro de Urbanismo, Vivienda y Hábitat– dictó su fallo absolutorio en una sala casi vacía, pese a que se trataba de la culminación de un juicio oral y público, al que puede asistir toda persona interesada, más aún cuando al procesado se lo acusa de haber cometido un delito ligado al ejercicio de un cargo estatal. En efecto, su presidente Elio Rubén Ovelar prohibió arbitrariamente el acceso a ciudadanos que tenían el legítimo derecho a escuchar la sentencia in situ, con el pretexto de que provocarían incidentes. En sus vulgares palabras, bastante reveladoras de su precaria preparación intelectual: “No estamos porque supuestamente es un juicio emblemático, acá tienen que entrar personas escrachadores (sic) sin escrúpulos y que dicen todo lo que dicen por (sic) los jueces. Si vamos a hacer caso por (sic) eso, ya no se va más (sic) a juzgar nada en este país”.
La medida precautoria impuesta no se fundó en una normativa, sino en el mero capricho del juez; se violó así el principio de legalidad, que prohíbe en la función pública toda orden que no haya sido autorizada expresa o implícitamente por la ley. La prepotencia no es menos repudiable cuando se la practica en la administración de Justicia: al contrario. Al ocuparse del poder de disciplina del presidente del Tribunal, el art. 372 del Código Procesal Penal dispone que los asistentes deben permanecer “respetuosamente y en silencio”, sin llevar “armas u otros objetos aptos para incomodar u ofender, no adoptar un comportamiento intimidatorio, provocativo, ni producir disturbios o manifestar de cualquier modo sus opiniones o sentimientos”. Resulta claro que la mera presunción de que ciertos ciudadanos podrían portar armas o comportarse indebidamente no basta para impedirles el ingreso a la sala, privando de hecho al juicio de su carácter público.
Si se adoptara el autoritario criterio del juez Ovelar, que por sí y ante sí resolvió cerrar las puertas, las deliberaciones y la sentencia consiguiente escaparían totalmente al conocimiento in situ de la ciudadanía. Su abusivo ejercicio del poder de disciplina es intolerable, dado que un magistrado no puede hacer lo que se le antoje. Su investidura tampoco le permite agraviar a quienes desean escuchar una sentencia en sede judicial, tratándolos de inescrupulosos, esto es, de inmorales; en todo caso, quien actuó “sin escrúpulos” fue él mismo, pues la prohibición que dispuso, sin apoyarse en normativa alguna, no le habría generado ningún recelo que hubiera afectado su conciencia.
Hasta tuvo ganas de prohibir el acceso a periodistas de diversos medios, afectando el derecho a la información, lo que no resulta raro en alguien que en 2022 lideró a los jueces de un grupo de WhatsApp, lanzados en defensa de su colega Wilfrido Peralta, que había atentado contra la libertad de prensa; llegó a mostrar una portada de este diario, con comentarios llenos de errores sintácticos y ortográficos, que terminaron con estas elocuentes palabras: “Felicidades dr wilfrido peralta (sic) tenes (sic) huevo hno para hacer lo que corresponde nomas (sic) y acordate de mi (sic) la unica (sic) felicitaciones que vas a recibir en este grupo porque asi (sic) somos”. Duele que maltrate el castellano, pero aún más que sea un mandón que desprecia la dignidad y los derechos de las personas; debería saber que el Código de Ética Judicial le obliga a respetarlos, así como a “velar para que su conducta y sus expresiones se caractericen por la objetividad, la mesura, el respeto, el equilibrio, la prudencia y la sensatez, evitando manifestaciones que pudieran comprometer su independencia, imparcialidad y decoro”.
Para peor, este juez, que nunca debió haberlo sido, no es un cuerpo extraño en la judicatura, ni mucho menos: si Antonio Fretes llegó a presidir la Corte Suprema de Justicia y Óscar González Daher el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, resulta comprensible que Elio Rubén Ovelar no desentone. Está a la baja altura del común de sus colegas, sometido al poder político o económico, pero “mbarete” con el conciudadano; es una expresión cabal de la mediocridad de la judicatura, en la que, por regla general, una mano lava la otra y ambas la cara, también con la cooperación del Ministerio Público. Entre 2001 y 2022, su patrimonio aumentó en un 1.391%; denunciado en 2021 por enriquecimiento ilícito, nunca fue investigado por el órgano entonces dirigido por Sandra Quiñónez. Sigue juzgando contra el Derecho y el recato, para mal de las personas de bien, que creen en la libertad, la razón y la honradez.