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El 3 de febrero de 1989, el Paraguay amaneció en libertad tras una larga noche en la que miles de compatriotas dignos conocieron el exilio, la prisión y la muerte en manos de los esbirros de la hasta entonces más antigua dictadura del continente, presidida por el general Alfredo Stroessner. Miles de personas se agolparon en el microcentro de Asunción para gritar a los cuatro vientos y con los brazos en alto, la palabra “¡libertad!”. Podemos preciarnos de haberla conservado hasta hoy para poder decir lo que pensamos, asociarnos y manifestarnos pacíficamente sin temer la represión ejercida bajo la vigencia de un estado de sitio total o parcial, renovado cada tres meses.
Nos liberamos del miedo al pyragüe y al torturador, cuyo último jefe fue el tenebroso Pastor Coronel, un exfuncionario del Ministerio de Educación y Culto, dirigido al final por Carlos Ortiz Ramírez, otro indigno personaje que llegó a sostener que “la calle es de la policía”. Nos dimos una Constitución libérrima, cuya vigencia no ha sido interrumpida, pese a las graves crisis de 1999 y de 2017, generadas, respectivamente, por un magnicidio y por un inconstitucional intento de reelección presidencial, sin previa reforma de la ley suprema, que costaron jóvenes vidas.
Pero logró mantenerse el Estado de derecho. Claro que hay mucho que hacer para combatir la arbitrariedad cotidiana de los pequeños dictadores, garantizando la igualdad para el acceso a la justicia y la igualdad ante las leyes. Para ello, es imperioso que la judicatura y el Ministerio Público sean en verdad independientes de los poderes político y económico. También lo es mejorar notablemente la calidad moral e intelectual de quienes ejercen cargos electivos, lo que dependerá de que la ciudadanía esté bien informada y consciente de que la salud y la educación públicas, así como la seguridad interna, entre otras cuestiones vitales, no deben continuar en manos de ineptos, indolentes o sinvergüenzas, que también se dedican a la compraventa de votos en pleno Palacio Legislativo.
Donde la dictadura en nuestro país continúa intacta es en lo referente al flagelo de la corrupción. Precisamente, acaba de conocerse el último informe del índice de percepción de esa lacra que periódicamente prepara la organización Transparencia Internacional, en el que el Paraguay figura otra vez en el segundo lugar entre los países más corruptos de la región. Así, hasta se puede decir que ese flagelo se ha extendido notablemente y ha perfeccionado sus métodos, tanto que ha contribuido a la inserción del crimen organizado en las entidades públicas, según reiterados dichos de las más altas autoridades, entre ellas, el mismo jefe del Poder Ejecutivo, Mario Abdo Benítez, quien llegó a comparar al Senado con un burdel, por la compraventa de votos que allí se producía. Si a ello se agrega que, en los últimos años, un Gobierno extranjero ha tildado a varias personalidades de “significativamente corruptas”, resulta que en esta penosa cuestión las cosas no han cambiado con el paso de las décadas. Hasta se diría que bajo la dictadura estaba más bien concentrada en la cúpula, en tanto que hoy inficiona a todo el aparato estatal y a sus socios del sector privado, aunque podría alegarse que ello se debe a que la libertad de prensa permite hoy conocer corruptelas que antes no podían revelarse. En todo caso, fue ilusorio creer que la democracia las erradicaría, gracias a la transparencia que ella supone. Pero la culpa no es de la democracia, sino de quienes bajo su vigencia, utilizando sutiles métodos perversos, se han apoderado de las instituciones en beneficio propio y de sus allegados.
El latrocinio persiste: se malversa y se derrocha a mansalva, sin que el Ministerio Público lo investigue como debe ser y la Justicia castigue a los culpables, sino, todo lo contrario: muchos de los integrantes de ambas instancias se han plegado al bandidaje, colaborando con los malhechores, como ha quedado patente cuando la jueza Claudia Criscioni pidió, en nombre de la Justicia, perdón a las víctimas en uno de los casos del clan González Daher.
Es justo y necesario vivir en libertad, en un ambiente saneado. Pero los ciudadanos deben saber que la corrupción puede acabar con el sistema democrático, por lo que hombres y mujeres deben abandonar esa actitud pasiva y de conformismo que les caracteriza. Deben dejar atrás eso de “así nomás luego tiene que ser”, sino informarse de lo que pasa en el país y en sus comunidades, para no seguir entregando sus votos a los sinvergüenzas que se llenan los bolsillos en su nombre. El contrabando, el latrocinio, el tráfico de drogas, el acceso a los cargos públicos mediante padrinos políticos, ya no deben seguir siendo el “precio de la paz”.