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La palabra “ajuste”, en el sentido que se le ha dado tradicionalmente en la jerga económica, en alusión a un conjunto de duras medidas que adoptan países con graves desequilibrios para sanear sus cuentas nacionales, ha estado siempre un tanto ausente en el debate público paraguayo. El motivo es que, mal o bien, Paraguay tenía una larga trayectoria de disciplina fiscal, sostenida aun en los peores momentos. Una prueba de ello es que nunca sufrió una crisis hiperinflacionaria como las que han sido comunes en países de la región, al punto de que su moneda, el guaraní, ha mantenido su misma denominación desde su creación en 1943, toda una rareza en América Latina.
Pero eso es pasado. El cambio de tendencia comenzó con el Presupuesto aprobado para 2012 y se consolidó puntualmente el 17 de enero de 2013. Ese día Paraguay sacó una “tarjeta de crédito” en el mercado bursátil internacional que, en manos de gobernantes negligentes y de mayorías parlamentarias irresponsables, en un ambiente de alta ineficiencia y generalizada corrupción, terminó siendo fatídica para el país.
No es que los anteriores fueran mejores, pero, al no tener a disposición amplias fuentes de financiamiento, no les quedó más remedio que acotarse, lo que hasta cierto punto los mantuvo a raya. A fines de 2011, sin embargo, Paraguay venía de un ciclo favorable de alto crecimiento económico y, en vez de aprovechar la bonanza para robustecer los cimientos del desarrollo, los políticos alegremente decidieron repartírsela entre ellos y su clientela, entre otras cosas aprobando un aumento indiscriminado del 38% para todos los funcionarios. Con ello, de un plumazo pusieron fin a una historia de superávit fiscal que, con breves y leves interrupciones, se mantenía por lo menos desde 1980, y se entró en una dinámica deficitaria que nunca más se revirtió.
Como remate, un año después, se anunciaba la colocación exitosa de un bono del Tesoro de 500 millones de dólares en la bolsa de Nueva York, con lo que Paraguay hacía su triunfal ingreso al mercado internacional de deuda soberana. Hasta ese entonces, los tradicionales prestamistas del país eran organismos multilaterales, mayormente para proyectos de infraestructura con estudios previos de factibilidad, pero pronto gobernantes y políticos le encontraron el gusto a la posibilidad de emitir más y más bonos sin condicionamientos y sin asignación específica, es decir, para lo que se les diera la gana y para continuar la fiesta.
El resultado fue que en tan solo diez años el Estado paraguayo, literalmente, agotó su capacidad de endeudamiento. El saldo de la deuda pública pasó de 2.742 millones de dólares en 2011, equivalentes al 8,1% de PIB, a 15.000 millones dólares en la actualidad, 37,3% del PIB, muy por encima de cualquier límite de prudencia, con proyección de llegar al 40% este año. Si este endeudamiento se hubiese utilizado en inversiones necesarias para el despegue del crecimiento, hoy estaríamos en una situación envidiable, en las puertas del desarrollo. Lamentablemente, como sabemos, la realidad es muy distinta.
El gasto público previsto para 2023 es de 14.900 millones de dólares, siete veces más en términos reales que los 2.000 millones de dólares de la década del 90 al cambio de la época. ¿Cómo puede ser, entonces, solo por mencionar un ejemplo reciente, que falten 12 millones de dólares para medicamentos oncológicos, que es el monto recortado al presupuesto de “productos e instrumentos químicos y medicinales” del Instituto Nacional del Cáncer? La respuesta hay que buscarla en el hecho de que el 90% de los ingresos ordinarios del Estado paraguayo están asignados a gastos rígidos, vale decir, salarios y remuneraciones, jubilaciones y pensiones, y amortización e intereses de la deuda. Prácticamente no alcanza para nada más.
Por lo tanto, siendo este el undécimo año consecutivo de déficit fiscal acumulado, con el endeudamiento al tope y sin poder cubrir las necesidades más elementales, no queda más opción que un duro ajuste, como cualquier familia que se pase derrochando por encima de sus reales posibilidades. En última instancia, hay solo dos maneras de hacerlo, o aumentando los ingresos o reduciendo los gastos. Lo primero implica exprimir todavía más a la ciudadanía que no vive del Estado, pero que aporta para mantenerlo, que es el 90% de la población económicamente activa. Lo segundo, recortar los beneficios y privilegios de la burocracia estatal y de los que medran a su alrededor, que es el otro 10%.