Limitar las facultades del Poder Legislativo

Lo que vuelve a ocurrir con el Presupuesto General de la Nación justifica plenamente el reclamo de un amplio sector de la ciudadanía acerca de la perentoria necesidad de enmendar o reformar la Constitución para limitar las facultades del Poder Legislativo. La sistemática irresponsabilidad demostrada por una mayoría parlamentaria queda particularmente en evidencia en el tratamiento presupuestario, que es nada menos que el manejo del dinero aportado por la gente, fruto de su esfuerzo y de su trabajo, para el mantenimiento del Estado.

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Hay tiempo hasta el 20 de diciembre para la sanción final, pero ya está muy claro que de nuevo habrá un Presupuesto inflado y altamente deficitario para 2023, no solo en cuanto al monto global, sino, aún peor, en cuanto a un peso todavía mayor de los gastos rígidos corrientes, lo que tiene impactos permanentes y a futuro para el país, para la gobernabilidad y para la calidad de vida de la población.

El Poder Ejecutivo ya remitió un proyecto con un déficit del 1,5% del PIB, con el pedido expreso de elevar el tope de la ley de responsabilidad fiscal al 2,3% del PIB, para tener cierto margen de maniobra frente a los posibles imprevistos del año. En el que aprobó la Cámara de Senadores la última semana no solamente ya se alcanza ese 2,3%, sino que se contempla una multiplicidad de “reasignaciones” para aumentos salariales, bonificaciones y contratación de personal de recursos que eran para inversiones, mantenimiento, adquisición de insumos y otros rubros muy importantes para los servicios a los ciudadanos. El proyecto debe regresar a Diputados y, luego, una vez más al Senado, pero solo puede empeorar, ya que es probable que la Cámara Baja se ratifique en algunos de sus propios aumentos.

Déficit fiscal significa saldo rojo, es decir, sencillamente que el Estado está gastando más de lo que tiene y lo está haciendo año tras año hace ya más de una década, cuando, justamente a raíz de una movida parlamentaria, se aumentaron indiscriminadamente casi 40% los salarios de los funcionarios públicos y se perdió irremediablemente la envidiable posición superavitaria que gozaba el país y lo catapultaba como uno de los de mejor prospecto en el hemisferio.

Para cuando llegó la pandemia el déficit ya era crónico y se agravó a niveles sin precedentes en la historia reciente. Se prometió supuestamente seguir un cronograma de convergencia para volver por lo menos al tope del 1,5% del PIB para el inicio del próximo gobierno, pero no solamente esa meta no se va a alcanzar, como ya lo reconocen las autoridades del Ministerio de Hacienda, sino que toda la sostenibilidad macroeconómica se está desmoronando rápidamente, como se refleja en el tipo de cambio, la suba de la tasa de interés, la disparada de la inflación y un esperable aumento de la pobreza por la pérdida de valor adquisitivo de los ingresos de la gente.

El gasto público se septuplicó en términos reales en lo que va del período democrático, de 2.000 millones de dólares al cambio de la época en la década del 90, a más de 14.500 millones de dólares en la actualidad al cambio de hoy. El número de funcionarios públicos pasó de 130.000 a casi 300.000, sin considerar municipalidades y gobernaciones. El saldo del endeudamiento público saltó del 10 al 35% del PIB en los diez últimos años.

Este incremento del gasto ha hecho crecer exponencialmente la burocracia estatal, pero no ha tenido una correspondencia mínimamente comparable ni en la calidad de los servicios públicos ni en infraestructura, que si bien ha mejorado, sigue estando en los últimos lugares de América Latina.

Esto es así porque, antes que una asignación responsable y juiciosa de los recursos disponibles para el bien común, en beneficio del conjunto de la sociedad y del desarrollo nacional, lo que ha primado ha sido una formidable repartija del dinero de los contribuyentes por parte de la clase política para favorecer a su clientela, a los grupos de presión, a intereses sectoriales y para sostener sus privilegios y llenarse sus bolsillos.

Aunque obviamente no se puede absolver de culpa a los sucesivos gobiernos, el principal causante ha sido el Congreso Nacional, donde aquellos que intentaron hacer valer criterios de austeridad y sensatez en el manejo de la cosa pública han estado siempre en minoría.

La Asamblea Constituyente de 1992, obsesionada con poner frenos al Ejecutivo tras la larga dictadura, le otorgó amplios poderes al Congreso, entre ellos, la competencia de hacer y deshacer en lo que respecta al Presupuesto Nacional. Lo ideal sería que las fuerzas políticas con representación parlamentaria solo pudieran aprobar o rechazar el proyecto de Presupuesto a libro cerrado, o, por lo menos, que no tuvieran permitido elevar a su antojo la estimación de ingresos, tal como hacen hoy como práctica común, con serias consecuencias. Hay que hacer algo antes de que terminen de llevar el país a la ruina.

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