Cargando...
El penal de Tacumbú, con unos 3.000 reclusos para una capacidad de 1.500, es un buen ejemplo del permanente desastre. Solo este año, fue intervenido el 14 de marzo porque en un juicio oral se descubrió que un reo tenía las llaves de sus esposas en la billetera (!), el 31 de mayo porque dos escaparon por la puerta principal (!) y el 10 de noviembre porque otros cuatro pasaron por dos portones, cortaron una reja y salieron caminando frente al cuartel de la Agrupación Especializada y de la Dirección General de Inteligencia Policial, sin que los vieran los policías y militares que vigilan el perímetro de la prisión ni los detectaran las cuatro cámaras de seguridad del sistema 911, instaladas en los alrededores que, curiosamente, ¡no funcionan desde hace casi dos años! Parece un chiste, pero no lo es.
Por si el espantoso ridículo de este último caso no bastara, el nuevo interventor por treinta días, Domingo Antonio Amarilla, fungía como director cuando en febrero de 2021 estalló un motín en el que murieron siete internos, razón por la que pasó a encargarse de una granja penitenciaria; en mayo de este año dejó de dirigir la cárcel de Ciudad del Este, tras hallarse un túnel en el pabellón ocupado por miembros del Primer Comando da Capital. Es como para pensar que, justamente, se busca para el cargo a personas con esta clase de currículum para que continúe el lucrativo negocio que parece envolver el ámbito carcelario. Desde siempre se ha comentado que allí se trafica no solo con drogas ilícitas, sino también con las cantinas, “celdas” de lujo y con el uso de las “privadas”, ante los ojos de quienes deberían vigilar de cerca a los reclusos en vez de permitir sus fechorías o hasta participar en ellas.
Desde luego, el flamante interventor presentará un informe sobre la situación y las medidas correctivas tomadas, solo para que la intolerable historia continúe y muy pronto se designe a uno nuevo. No serían pocos los funcionarios y carceleros que deben convertirse en reclusos, pues solo se distinguen de ellos por el uniforme que visten. Urge tomar amplias y radicales medidas para sanear a fondo un sistema penitenciario contaminado por la enorme corrupción, acentuada por la inserción de la mafia.
Es preciso atender con cuidado la selección, la capacitación y el control del personal penitenciario, siendo de esperar que el Instituto Técnico Superior de Formación y Educación Penitenciarias, creado en noviembre de 2021, rinda sus primeros frutos, los que hasta ahora brillan por su ausencia. Ciertamente, también resulta necesario que los reclusorios tengan equipos de seguridad modernos, pero de poco servirán si los propios guardiacárceles estropean los escáneres para que se eludan los controles, según Cecilia Pérez, asesora de Asuntos de Seguridad de la Presidencia de la República. En su atinada opinión, más allá de tomar medidas puntuales, se necesita una reforma penitenciaria, ya que la estructura de la corrupción sería muy fuerte.
El presidente Mario Abdo Benítez debería escucharla, pero nada indica que lo haga: los bochornosos casos de los exministros de Justicia Édgar Olmedo, quien al asumir el cargo confesó no saber nada de seguridad, y Édgar Taboada, quien permitió el ingreso a la cárcel de mujeres del ataúd del jefe de la banda criminal Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP), sugieren que no le da importancia alguna al sistema penitenciario.
Se debe terminar con la farsa, y decir con claridad que las cárceles están a merced de las mafias cuyos integrantes manejan desde detrás de los barrotes –o de sus jaulas de cristal– los hilos de la delincuencia que mantienen en vilo a la gente que vive en libertad, pero en medio de temor e incertidumbre.