Cargando...
Finalmente el Poder Ejecutivo ha presentado al Congreso el largamente esperado proyecto de ley “De la Función Pública y la Carrera del Servicio Civil”, que debería reemplazar a la completamente bastardeada Ley 1626 que “rige” en la materia, lo que se suma a la reciente sanción de la nueva Ley “De Suministros y Contrataciones Públicas” y constituye un paso adelante en el proceso de reforma del Estado que hace treinta años se le viene prometiendo a la ciudadanía.
La importancia de este proyecto no se puede exagerar. Una nueva ley que tienda a limitar el tamaño de la burocracia estatal a lo realmente necesario, que garantice transparencia en el acceso, premios por méritos y sanciones efectivas por mal desempeño, no solamente es clave para el país y para la gente que no vive del Estado, pero que debe aportar una porción cada vez más importante de sus ingresos para mantenerlo, que es la enorme mayoría de la población, sino también para los buenos funcionarios, que los hay y muchos.
Entre las principales innovaciones del proyecto, de 155 artículos, resalta la universalidad de criterios para el manejo de los recursos humanos en la administración pública, incluyendo a todos los entes, de los tres poderes y de las municipalidades, sin posibilidad de que cada grupo corporativo establezca sus propias normas, lo cual no solo crea un tremendo caos, sino una multiplicidad de privilegios indebidos e injustificados por sobre sus mismos pares y a cuenta del fisco.
En particular, tal unidad de criterios debe primar, y así está planteado, en la escala salarial y de beneficios. Como en toda gran organización, ello implica nada más y nada menos que a igual jerarquía igual remuneración, tan simple como eso. Esta tiene que ser la piedra angular de la que se desprenda el resto, como la descripción de funciones y responsabilidades de cada grado o los procedimientos para incorporación, ascensos y promociones.
Por supuesto que la ley es más amplia y compleja, con detalles que se deben evaluar y discutir, pero lo fundamental es institucionalizar la carrera civil, con escalafones transparentes, con estrictos concursos, con normas de relacionamiento con la política, con sistemas de evaluación.
En teoría, la ley actual, aprobada hace 22 años, contempla muchos de estos principios, pero ha sido perforada tan sistemáticamente con acciones de inconstitucionalidad otorgadas por una Justicia sesgada por conflictos de interés, con leyes especiales transadas entre la clase política y su clientela a costa del pueblo, con contratos colectivos de dudosísima legalidad, ya que está prohibido comprometer fondos públicos al margen del Presupuesto, y con un gigantesco desorden administrativo, que en la práctica se ha vuelto poco menos que inaplicable para todo lo que no sea conveniente para las claques.
Entre permanentes y contratados, sin incluir municipalidades, hay unos 300.000 funcionarios públicos, que consumen el 80% de los recursos del Tesoro, lo cual es muchísimo. Solo en el Gobierno central el gasto en servicios personales se triplicó en la última década, sin que ello se haya reflejado en una mejoría sustancial en la contraprestación. Aun así, no se trata necesariamente de reducir porque sí el número de funcionarios y mucho menos de socavar o restarle fuerza y protagonismo al Estado, sino de asegurarse de que todos y cada uno cumplan una función necesaria y útil para la ciudadanía y también para ellos mismos, en el sentido de que puedan encontrar espacio para prosperar material y profesionalmente por sus propios méritos, sin tener que serle servil a nadie más que a su país.
Una ley de la función pública y de la carrera civil de aplicación efectiva y universal justamente servirá para identificar y potenciar a los honestos, a los capaces, a los comprometidos, y para cerrarles los caminos a los parásitos, a los haraganes, a los planilleros, a los corruptos, a los que les deben sus puestos a los peces gordos de la política o del entorno del poder, y les responden a ellos.
Estos últimos, lamentablemente, conforman un alto porcentaje de la administración pública, y no solo constituyen una carga que se está volviendo insoportable, sino que conspiran contra los que anhelan hacer las cosas bien y por lo general terminan frustrados, marginados, desmoralizados, cuando no enviciados también muchos de ellos, al constatar todos los días que de nada vale mostrar mayor esfuerzo y aptitud. El buen funcionario gana igual o peor que el malo, y, salvo excepciones, los mejores cargos y ascensos recaen en los paracaidistas, los hurreros, los adulones, los que no rinden cuentas y lealtades en sus instituciones, sino en sus partidos o en las oficinas de sus verdaderos patrones.
Previsiblemente este proyecto de ley encontrará mucha oposición por parte de grupos que no están interesados en que las cosas cambien, quienes intentarán sabotearlo por todos los medios. Pero menos del 10% de la población económicamente activa percibe ingresos del Estado, y, como se ha dicho, los buenos funcionarios saldrán beneficiados, antes que perjudicados por una ley de estas características. Habrá protestas, pancartas, huelgas, habrá políticos que tratarán de justificar lo injustificable, pero está muy claro dónde está el interés general.