Cada 10 de noviembre el mundo conmemora el Día Mundial de la Ciencia para la Paz y el Desarrollo, una efeméride proclamada por la Unesco en 2001 y celebrada por primera vez en 2002.
Nacida del impulso de la Conferencia Mundial sobre la Ciencia de Budapest (1999), la fecha busca subrayar el papel de la ciencia en la sociedad, fortalecer la confianza pública y promover su uso responsable en favor de la paz, los derechos humanos y el desarrollo sostenible.
Más que un recordatorio institucional, la jornada resignifica una trayectoria centenaria: cómo la investigación pasó de ser un dominio especializado a una plataforma de conciencia social y un movimiento global por la paz.
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De la euforia tecnológica a la conciencia moral
A inicios del siglo XX, la fe en el progreso técnico convivía con las guerras industriales. Albert Einstein encarna ese punto de inflexión.
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El físico, cuya teoría de la relatividad transformó la comprensión del universo, elevó también una voz ética. Alarmado por el potencial bélico de la fisión, firmó en 1939 la carta a Franklin D. Roosevelt que alertó sobre la posibilidad de una bomba atómica alemana, gesto que más tarde lamentaría.
En 1955, días antes de su muerte, rubricó junto a Bertrand Russell el manifiesto que llamó a científicos del mundo a considerar las “fatales consecuencias” de la guerra nuclear. El documento dio origen al movimiento Pugwash, un puente entre ciencia y diplomacia para rebajar tensiones en plena Guerra Fría.
Madame Curie, desde otra orilla, mostró que el conocimiento podía convertirse en salvavidas: durante la Primera Guerra Mundial impulsó unidades móviles de rayos X para atender heridos, un ejemplo temprano de tecnología aplicada a la protección de la vida.

La era atómica y el activismo científico
Si la bomba atómica reveló el lado oscuro del ingenio humano, también catalizó una ética de responsabilidad. Linus Pauling, doble Nobel (Química 1954 y Paz 1962), lideró peticiones masivas contra los ensayos nucleares y contribuyó a cimentar el Tratado de Prohibición Parcial de Pruebas de 1963.

Joseph Rotblat abandonó el Proyecto Manhattan por razones morales y dedicó su vida a la prevención de la guerra nuclear; junto con Pugwash recibió el Nobel de la Paz en 1995.
En la Unión Soviética, Andrei Sájarov pasó de arquitecto de la bomba de hidrógeno a disidente y campeón de los derechos humanos, reconocimiento que le valió el Nobel de la Paz en 1975.
Divulgadores como Carl Sagan trasladaron el debate a la opinión pública: sus advertencias sobre el “invierno nuclear” tradujeron modelos climáticos en un lenguaje comprensible, vinculando la supervivencia humana con la evidencia científica.

Del ambiente a la seguridad humana
La segunda mitad del siglo XX amplió el alcance de la paz: no solo ausencia de guerra, sino protección de ecosistemas, salud y justicia social.
Rachel Carson, con Primavera silenciosa (1962), demostró que la degradación ambiental amenaza la vida, impulsando regulaciones y una conciencia planetaria.

Jonas Salk rehusó patentar su vacuna contra la polio —“no hay patente sobre el sol”, dijo—, gesto icónico de ciencia como bien público.
En el Sur global, Wangari Maathai combinó ecología, derechos de las mujeres y democracia con el Movimiento Cinturón Verde en Kenia, por el que recibió el Nobel de la Paz en 2004. La ciencia, apuntalada por evaluaciones intergubernamentales como el IPCC (Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) y, después, la IPBES (Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios Ecosistémicos), comenzó a ofrecer diagnósticos colectivos que vinculan datos con políticas, abriendo paso a la noción de seguridad humana y desarrollo sostenible.
El Informe Brundtland (1987), liderado por la médica Gro Harlem Brundtland, dio al mundo el concepto moderno de sostenibilidad.
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De los laboratorios a las calles: la era climática
El siglo XXI consolidó la ciencia como lenguaje común de la acción cívica. Greta Thunberg, aunque no científica, convirtió la evidencia del IPCC en consigna política. Sus huelgas escolares y el movimiento Fridays for Future unieron a millones de jóvenes detrás de una demanda: que los gobiernos actúen conforme a los datos. La movilización climática transformó gráficos y escenarios en relato público y en presión institucional, acelerando la adopción de metas como el Acuerdo de París.
En paralelo, la comunidad científica afianzó su rol normativo. Biólogas y bioeticistas impulsaron moratorias y marcos de gobernanza ante la edición genética tras el caso He Jiankui.
La pandemia de covid-19 reforzó la relevancia de la ciencia abierta, la cooperación internacional y el acceso equitativo a tecnologías sanitarias, al tiempo que reveló el desafío de la desinformación.
Ciencia como diplomacia
La infraestructura científica ha servido de puente donde faltaban canales diplomáticos.
El CERN en Europa, y más recientemente SESAME en Jordania, han reunido a países con tensiones abiertas en colaboraciones pacíficas. Esta “diplomacia científica” no solo comparte datos: construye confianza, forma talento y teje redes capaces de sostener el diálogo cuando falla la política.
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Desafíos y una agenda en construcción
El movimiento por la paz basado en la ciencia encara retos cruciales:
- Desinformación y erosión de la confianza pública.
- Desigualdades de acceso a educación, datos y financiación, especialmente en el Sur global.
- Integridad científica y gobernanza de tecnologías disruptivas.
- Participación inclusiva que incorpore saberes locales y diversidad de género y cultural.
La respuesta exige alfabetización científica, instituciones transparentes, evaluación de riesgos y beneficios, y espacios donde científicos, responsables políticos y ciudadanía codenfinen prioridades.
