La noche en que nos encontramos, yo tenía quince y él llevaba muerto el doble, no había ningún amigo común y nadie nos había presentado. Lo abrí por azar («¿Crees en el azar?», le pregunté un día, cuando nos conocimos, a Darío Lancini (1932-2010), y él me respondió, sonriente, «¡Sí! Pero en el Padre Azar») y leí, con enorme sorpresa: «Aquí se aprende poco, faltan profesores y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás seremos nada». Seguí hasta acabar la página, que calculé el límite decoroso para leer algo gratis en un quiosco, pregunté el precio, que, por otro azar, era, incluyendo mi pasaje, justo todo lo que llevaba, lo compré enseguida, sin poder creer en mi suerte, y volví caminando a casa, que, a buen paso –yo camino muy rápido, piso con dureza y doy largas zancadas– estaba a unas tres horas de marcha.