25 de abril de 2025
En el 50º aniversario del descubrimiento de los bronces de Riace (1972), uno de los momentos más emocionantes de la historia de la arqueología, Julián Sorel se siente nostálgico y constata la frivolidad de ciertos reflejos del antiguo ideal antropológico griego en el cine reciente.
La noche en que nos encontramos, yo tenía quince y él llevaba muerto el doble, no había ningún amigo común y nadie nos había presentado. Lo abrí por azar («¿Crees en el azar?», le pregunté un día, cuando nos conocimos, a Darío Lancini (1932-2010), y él me respondió, sonriente, «¡Sí! Pero en el Padre Azar») y leí, con enorme sorpresa: «Aquí se aprende poco, faltan profesores y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás seremos nada». Seguí hasta acabar la página, que calculé el límite decoroso para leer algo gratis en un quiosco, pregunté el precio, que, por otro azar, era, incluyendo mi pasaje, justo todo lo que llevaba, lo compré enseguida, sin poder creer en mi suerte, y volví caminando a casa, que, a buen paso –yo camino muy rápido, piso con dureza y doy largas zancadas– estaba a unas tres horas de marcha.
Aunque la estética en el sentido contemporáneo, es decir, no como un tema –la reflexión filosófica sobre el arte y la belleza se remonta en Occidente a la Antigüedad– sino como una disciplina autónoma dentro del quehacer filosófico, es de aparición tardía (se suele datar con Baumgarten, ya en 1742, cuando dicta sus lecciones de estética, ya en 1750, cuando publica su Aesthetica), yo diría que su existencia, de una manera tácita y larvada, es tan antigua al menos como las cavernas pintadas del Paleolítico superior.