Celebramos en este domingo la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, y así encerramos el año litúrgico. El domingo siguiente empezaremos un nuevo año litúrgico, con el Adviento.
Celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, que es la característica central del cristianismo: la fe en un solo Dios, no en una sola Persona, sino tres Personas, de la misma naturaleza e iguales en dignidad. Esta revelación la hizo Jesucristo, segunda Persona de la Santísima Trinidad, ya que el ser humano, por su capacidad cerebral, organización y experiencias, jamás conseguiría descubrir esta dimensión íntima de Dios. Reitero, es una revelación divina que el Señor la hizo libremente, porque juzgó oportuno: no es una invención de quien quiere que sea. Recordemos que “revelar” significa “quitar el velo”, que cubre el rostro de una persona.
El Evangelio sostiene: “Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios”, indicando que Él volvió a su trono de gloria, una vez terminada la misión que el Padre le había encomendado.
Jesús muestra una comparación, en donde Él es la vid y nosotros los sarmientos. Al final, manifiesta que “la gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante y así sean mis discípulos”.
Jesús resucitado aparece a sus discípulos al atardecer del primer día de la semana, es decir, el domingo, y es por esto que nosotros lo celebramos como “El día del Señor.” Así, el domingo es el día por excelencia para reunirse con los hermanos de fe y festejar juntos la vida nueva en la Eucaristía, la acción de gracias por la maravillosa generosidad de Dios.
Celebramos el Domingo de Ramos, que es la entrada triunfal de Jesús en la ciudad de Jerusalén, donde va a manifestar su extrema fidelidad a Dios, y su amor al ser humano, aceptando los tormentos de la cruz.