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"Morir es dormir, no más", nunca le había prestado demasiada atención a esta frase de Hamlet. Mas ahora, mientras veo los primeros matices de mi pesadilla, pienso que a vos el sueño te llegó muy pronto. Hoy es el primer día y no puedo creer esta noticia fatal; tal vez sea un chiste, una broma de mal gusto que solo ha conseguido hacerme sentir desolación. Aún parece muy irreal que hayas partido, tanto que tengo la impresión de que simplemente emprendiste un viaje y que puedo volver a verte en cualquier instante.
Se cumple un año de que te confinaste a un más allá desconocido. La realidad me dio unos cuantos golpes confirmándome que, por mucho que te busque, no podré volver a abrazarte. Durante estos 12 meses te he llamado, rogando que contestes y vuelvas a calmar las llagas sangrantes de mi alma. Pero ya no estás y no hay bálsamo humano que te sustituya.
A dos años de tu partida, la duda me carcome. ¿Puedo confiar en que, algún día, los caminos del reencuentro te traerán de vuelta? Las voces del consuelo dicen que me escuchás, que no te gusta que esté así, tan triste cada vez que oigo hablar de vos; pero, ¿cómo puedo saber que esto no es un cruel eufemismo que vanamente busca cicatrizar las heridas que me infringe la añoranza?
No consigo creer que ya pasaron tres años y que yo continúe en este pozo de desamparo. Por ahora, finjo que no exististe y, en el fondo, lo deseo. Considero cruel que, justo cuando más te necesitaba, te hayas esfumado como lo hace un diente de león cuando sopla el viento.
Hoy se cumplen cuatro años y te extraño como si no te hubiera visto en medio siglo. Deseo contarte mis gratificantes logros y mis más dolorosos fracasos; sin embargo, tu ausencia es un cuervo que incrusta su pico directo en mi corazón y destroza sin piedad mis más profundos anhelos y sentimientos.
Cuesta tanto definir la impotencia que causa perder un fragmento de tu vida; es un dolor emocional que también se siente en el cuerpo, pesado, cual si fuera un yunque cayendo desde mi garganta hasta lo profundo de mi alma. Siento vértigo, como si desapareciera el mundo a mi alrededor y quedara, en soledad, sollozando sobre el último pedazo de tierra.
Te extraño, aunque pasen mil primaveras y no lo exprese tanto. ¿Sentís orgullo de mí?, ¿me ves?, ¿escuchás las músicas que te canto?, ¿leés las cartas que te escribo?, ¿tengo acaso un ángel que me cuida desde el cielo o solo sos un poco de polvo que se mezcla con el moho de alguna solitaria y triste lápida?
No es preciso que sea una fecha especial para que te recuerde. A veces, al escuchar una música, vuelvo a sentir tu mirada y creo estar de nuevo en mi niñez; mi mente te trae de regreso para comenzar, una vez más, aquellas terribles guerras de bromas que nos encantaban. Por el contrario, la verdad se manifiesta como un estallido que da fin a esa batalla de sonrisas y, de golpe, algo se quiebra, sin posibilidad de que ninguna melodía restaure el mundo perfecto que alguna vez compartimos.
Por Belén Cuevas (16 años)