Ahora que soy anciano, el furor de mi juventud es lo que más anhelo

Este es un relato de ficción: El vibrar del cuerpo juvenil, la frescura de mi sonrisa y lo exótico de no saber qué camino seguiré ¡todo eso yo extraño!, pero esos tiempos ya pasaron. En mi vejez, solo recuerdo con nostalgia lo que pude apreciar más.

En mi vejez, solo recuerdo con nostalgia lo que pude apreciar más.
En mi vejez, solo recuerdo con nostalgia lo que pude apreciar más.

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Mis dedos recorren entre los callos y heridas que la vida dejó en mis manos a lo largo de su paso. Estas marcas son las que me distinguen, mis huellas dactilares, mis diferencias, mi apego y desarraigo. Lo único que otros no tienen es lo que nos hace especiales, más aún si una historia es contada por rastros inefables que son escritos en mis palmas por los desafíos del trabajo y la supervivencia lenta y, a la vez, efímera.

El paseo por las marcas de los rincones ásperos entre mis dedos y palmas no siempre se sintió tan estrecho y lleno de obstáculos.

En aquel viejo tiempo, hace ya muchos parpadeos, el sol cautivaba mis manos suaves y todo mi cuerpo joven, radiante y completo al sentirse parte de la naturaleza. Las vacaciones de verano, de la década del 60, se sentían como energía pura junto a mis amigos. Estábamos en el viaje de fin del bachillerato.

“Los rincones de Bonito son bien bonitos”, pensábamos los chicos al agarrar peces de la corriente con nuestras manos, al nadar en la frescura y al irradiar sonrisas entre bromas, mientras disfrutábamos inhalar el aroma a tierra fresca y exalar tantos recuerdos malos, olvidándonos de todo.

El furor de la juventud que vibraba en mí alcanzaba su rango más alto, más puro y llegaría a su éxtasis en el tiempo justo antes de bajonearse para comenzar la ardua vida adulta. Así pues, estas vacaciones de dos semanas eran lo último que me quedaba antes de encontrarme el destino de heridas que el futuro tenía por delante.

Si no hubiese macaneado tanto la última noche de vacaciones, tal vez no habría tenido que casarme unos meses después del viaje y quizá mis manos no habrían comenzado a trabajar en el único puesto que me pudo ofrecer mi padre: el de construcción, profesión que iría tallando en mis manos sus maldiciones poco a poco, año tras año.

Las décadas comenzaron a correr en parpadeos, los cuales se abrían en los mismos escenarios. Siempre los mismos actos se presentaban en diferentes obras, la escena de la casa y sus peleas, la del trabajo y la del bar. El mismo drama se repitió durante años encontrando, raras veces, una salida de ese ciclo sin fín en un vaso de caña y perdición.

Ahora extraño más que nada el furor malgastado de mi juventud, pues el calor del sol ya no se siente en esta pieza estrecha donde estoy la mayor parte del día, si no me encuentro en el centro médico. ¡Ay!, si tan solo sacaran a pasear al abuelo con el resto de la familia los domingos, no estaría añorando aquellos días de felicidad en donde pude haber optado por un mejor rumbo para mi vida. Esperando la carroza, el exceso de tiempo libre nos juega una mala pasada.

Por Eliseo Báez (17 años)

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