Cargando...
/The New York Times
Política, sexual, artística, condensada en su forma poética por excelencia: el verso libre.
Las ocho ediciones que rescribió en vida de Hojas de hierba —su obra maestra— no han cesado de multiplicarse desde el 26 de marzo de 1892, fecha de su muerte. Ni por un momento ha dejado de ganar lectores su poesía épica y democrática; su autoficción en verso preciso y libérrimo; su interpretación de Homero y de Shakespeare para contar la democracia del siglo XIX e imaginar la del futuro; su invención de un yo que baila alegre con todas las células que componen los Estados Unidos de América, sin discriminar entre mujeres y hombres, entre blancos y negros, entre burgueses y vagabundos, entre las ciudades y los campos; su poesía caminante, ambulatoria, nómada.
Su poética moderna y posmoderna cree tanto en el fragmento como en el todo y es cosmopolita (reconoce a todos “los países contemporáneos”), ecológica (hermana al hombre con la hierba y con el musgo y con las amadas bestias) y tecnológica (surcada por barcos de vapor y por redes telegráficas).
Pero el poeta fue, al mismo tiempo, periodista. “Entré a trabajar en un periódico semanal, que era también imprenta, para aprender el oficio”, escribió Whitman en Días ejemplares de América. “Después, trabajé en el Long Island Star, el periódico de Alden Spooner”, y fundó más tarde su propio semanario, The Long-Islander; y fue colaborador en muchos medios y editor jefe de muchos otros también (y librero fugaz, pero ésa es otra historia). En todas esas tribunas atacó la esclavitud y defendió la igualdad, digno interlocutor de Ralph Waldo Emerson, Paulina Wright Davis y Henry David Thoreau.
Como dice el poeta y traductor Eduardo Moga en el excelente prólogo a su histórica traducción de Hojas de hierba, Whitman abre su léxico al lenguaje arcaico y al técnico, a los barbarismos y a lo coloquial, y también a las malas palabras, sin miedo al excremento ni al sexo ni a la basura ni al semen.
Publicados ambos en el ecuador del siglo XIX, Las flores del mal, de Charles Baudelaire y Hojas de hierba, de Walt Whitman, los dos proyectos inaugurales de la poesía moderna, son paralelos y complementarios y kamikazes. Revientan el clasicismo o, al menos, lo reinventan; superan la oposición entre lo bueno y lo malo, lo feo y lo bello; son heterosexuales, homosexuales, bisexuales, poliamorosos; transforman en poesía a las ratas y a los borrachos y a las prostitutas; bajan —en fin— hasta el abismo (de los testículos, del útero, de los bajos fondos, de las fosas fecales, de las fosas abisales) para parir lo nuevo.
Estos doscientos años de poesía y de periodismo lo han sido también de puentes transatlánticos, de mestizaje y de profecía: “A esta plural identidad americana del futuro, el carácter hispano ha de proporcionarle algunos de sus rasgos más necesarios”, dijo en la conferencia “El elemento español de nuestra nacionalidad”, en Camden, Nueva Jersey, el 20 de julio de 1883.
La poesía en nuestra lengua se vuelve moderna gracias a dos agentes secretos, a dos infiltrados. Mientras que el nicaragüense Rubén Darío, que se había inyectado en vena la poesía francesa durante los años previos, viaja a París, se desencuentra con su ídolo Paul Verlaine —entonces sí se volvió angustiosa su influencia—, pasa por La Habana, Nueva York, Madrid y Buenos Aires, y finalmente se instala en la Ciudad de las Luces; el cubano José Martí sobrelleva su exilio en los Estados Unidos de América, donde el 14 de abril de 1887 asiste a una conferencia de Whitman en el teatro Madison de Nueva York (Mark Twain estaba en otra butaca, pero ésa también es otra historia).
De ese encuentro y de tantas lecturas previas surge “El poeta Walt Whitman”, una crónica que es perfil, que es paráfrasis, que es ensayo y que algo tiene de manifiesto: “¿Rimas o acentos? ¡Oh, no! Su ritmo está en las estrofas, ligadas, en medio de aquel caos aparente de frases superpuestas y convulsas, por una sabia composición que maneja en grandes grupos musicales las ideas, como la natural forma poética de un pueblo”.
Darío y Martí son los DJs que remezclan a Whitman con la poesía francesa en los platos pinchadiscos de los acentos hispanoamericanos. Los metros se expanden como lo hacen los géneros. Y a partir de entonces convivirán en los libros los poemas y los cuentos. Y el periodismo será la incubadora de todos los experimentos.
Las crónicas, que en esa época dejaron de viajar en barco, dejaron de tardar semanas entre la escritura y la publicación, se volvieron instantáneas por arte del telégrafo, nerviosas, globales: y poesía.
Es cierto que Whitman recorre la poesía en español en la obra de Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Federico García Lorca (“duerme a orillas del Hudson / con la barba hacia el polo y las manos abiertas”), Raúl Zurita, Olga Orozco o Manuel Vilas; pero lo es también que —a través de Darío y Martí— su espíritu inquieta la crónica en nuestra lengua de escritores como Gabriel García Márquez, Elena Poniatowska, Pedro Lemebel o Martín Caparrós.
Como recordó Susana Rotker en su brillante ensayo La invención de la crónica, para los autores modernistas el periodismo y la poesía son vasos comunicantes, porque para ellos los diarios fueron escuelas del estilo literario, laboratorios poéticos, I+D de la literatura: “el camino poético comenzó en los periódicos y fue allí donde algunos modernistas consolidaron lo mejor de su obra”.
Un siglo después sus búsquedas de formas informes y de nuevas preguntas sigue viva; dos siglos después, y a través de ellos también, las de Walt Whitman nos interrogan en todos los ámbitos de la literatura. Solo si nuestros textos captan la frecuencia de los maestros y rescatan sus músicas y bailan con ellos —viejos hermosos, locas divinas— en las plataformas de nuestra propia época, solo entonces los homenajes y los centenarios cobran realmente sentido.