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/The New York Times
La prestigiosa condecoración coincidía con la recepción internacional de la última novela del escritor, Serotonina, que —pese a ser una de sus peores ficciones— fue publicada simultáneamente a principios de año en las lenguas europeas más importantes y se encuentra en las principales listas de libros más vendidos.
Tanto el Estado —local— como el Mercado —global— han canonizado simultáneamente, por tanto, a quien hemos leído durante tanto tiempo como un crítico afilado y sistemático tanto de su propio país como de la sociedad contemporánea. ¿Entierra el peso del oro la capacidad de provocación del agente provocador?
“Francisco Franco, independientemente de otros aspectos a veces objetables de su acción política, podía ser considerado el verdadero inventor a escala mundial del turismo de lugares con encanto”, afirma el narrador de Serotonina antes de rematar: “Ese espíritu universal sentaría más adelante las bases de un auténtico turismo de masas”. El dictador —dice— es un genio, un gigante. Pero la ironía houllebecquiana se muestra incapaz de incomodar ni de sublevar.
Tampoco lo logran las abundantes descripciones sexuales de la novela, insistentemente aberrantes, porque responden a una fórmula que, de tan repetida, se ha ido desactivando, ha perdido capacidad de representación.
La publicación a finales de los años noventa de Las partículas elementales sacudió con fuerza la apacible literatura europea que en aquellos momentos tenía como emblemas a ficciones amables —Seda de Alessandro Baricco, La identidad de Milan Kundera—. En aquellos mismos años Fernando Vallejo, con La virgen de los sicarios, inyectó también ficción rabiosa en el panorama literario en nuestra lengua, al tiempo que construía una figura pública tan incómoda como la de Houellebecq.
Hasta 2010, cuando se publicó El mapa y el territorio —su novela más poderosa, su obra maestra— el discurso reaccionario, decadente y violento de Houellebecq supo ponernos periódicamente en jaque. Pero ese mismo año, en que el propio Houellebecq es salvajemente asesinado en la última parte de la ficción, el Frente Nacional de la familia Le Pen duplicó su número de votantes. Y los elogios a los planes turísticos de Franco en Serotonina han coincidido con los de VOX a la ideología del dictador. El original y hasta ahora minoritorio discurso de Houellebecq se ha convertido en mainstream gracias a los partidos de ultraderecha.
“Cuando comenzaste a escribir estos artículos para el periódico Libération, los principales medios de comunicación franceses apoyaban con entusiasmo las manifestaciones contra el matrimonio gay”, leemos en el prólogo de Virginie Despentes a Un apartamento en Urano. Crónicas del cruce, de Paul B. Preciado. “Era la señal, todos lo oímos, el final de una década de tolerancia”.
Si la pregunta es quién puede encarnar una figura válida de agente provocador en ese nuevo y negro horizonte sociopolítico, quién es capaz de escribir tras idear nuevas estrategias artísticas y filosóficas para intranquilizar conciencias, Preciado es la respuesta. Pensador trans, nómada físico e intelectual, cronista gonzo, curador de arte, escritor multilingüe, el autor de Testo yonqui ha construido una voz personalísima, a través de artículos y de libros que consiguen equilibrar el ensayo de alto voltaje teórico con la autobiografía descarnada y la confesión.
Tras un cambio de siglo en que Houellebecq o Vallejo han representado la figura del francotirador, ésta ya no es compatible con un lugar de enunciación masculino, burgués y cínico, aunque el discurso sea de gran calidad literaria. Si la literatura hipercrítica de Vallejo mereció el Premio Rómulo Gallegos y el FIL de Literatura en Lenguas Romances durante la primera década del siglo XXI, es el premio José Donoso que ganó en 2013, tardíamente, Pedro Lemebel el que marca un cambio de signo.
El “Manifiesto (hablo por mi diferencia)” de Lemebel se expone en los museos de arte contemporáneo y se comparte en las redes sociales. Y Manifiesto contra-sexual, de Preciado, se estudia en las universidades de todo el mundo, con su voluntad de “sustituir este contrato social que denominamos Naturaleza por un contrato contra-sexual”, en el que “los cuerpos se reconocen a sí mismos no como hombres o mujeres, sino como cuerpos parlantes”, con acceso “a todas las prácticas significantes, así como a todas las posiciones de enunciación, en tanto sujetos, que la historia ha determinado como masculinas, femeninas o perversas”.
Mientras Houellebecq era canonizado por el poder y por el mercado; mientras su última novela, con sus identidades polarizadas y cerradas y tan francesas, era leída en una Europa cada vez más fascista; mientras las cenizas seguían inquietando la atmósfera de la catedral más famosa de Occidente, Preciado publicaba su artículo “Notre Dame de las Ruinas”, cuyo último párrafo reza así: “Notre Dame de los ricos, ruega por nosotros. Notre Dame de la violación, ruega por nosotros. Notre Dame del Antropoceno, ruega por nosotros. Notre Dame del capitalismo, ruega por nosotros. Notre Dame del patriarcado, ruega por nosotros. Notre Dame del turismo, ruega por nosotros. Notre Dame de la evasión fiscal, ruega por nosotros. Notre Dame de la corrupción política, ruega por nosotros. Notre Dame de la extinción ecológica, ruega por nosotros…”.
Esa primera persona del plural es clave. Ha quedado atrás el yo absurdamente sólido del francotirador o del intelectual clásico. La poética política de Preciado comparte espíritu con Lemebel, Despentes, Gabriela Wiener, Alison Bechdel, Marina Garcés, Camille Paglia, Cristina Rivera Garza o Eloy Fernández Porta. En el cruce de Beatriz a Paul —en su adiós a la feminidad— se reafirma un yo nuevo, trans en todos sus sufijos: -género, -gresor, -nacional, -versal, -artístico. Un yo inestable y abierto, que abraza comunidades, que se piensa como nosotros. O nosotras.