Empiezo por la ley que regula las organizaciones sin fines de lucro, que, con la reglamentación del Poder Ejecutivo, dictada en octubre y de la cual dependía su entrada en vigencia, ya empezó a operar. Se trata de una norma que, como lo reconoció casi todo el arco jurídico nacional y también fue señalado en el plano internacional (por las relatoras de Naciones Unidas), impone restricciones injustificadas a ciertas libertades fundamentales (de asociación, de expresión, entre otras). La reciente puesta en marcha de esta norma, que empeora la situación de varios derechos, implica además la convalidación (la sacralización final, digamos) de una práctica inconstitucional y antidemocrática, tan propia de estos tiempos, de la mano de la cual se forjó (al igual que otras importantes) la “ley anti-ONG”. Me refiero a la sanción de leyes ignorando las reglas del procedimiento legislativo. Hoy, en Paraguay, es más difícil, engorroso y costoso formar una entidad para perseguir algún fin compartido, a causa de una ley que fue aprobada sin que los congresistas conocieran, con tiempo suficiente, el texto que tratarían; un texto que fue modificado informalmente por el Poder Ejecutivo, en vísperas de la sesión final y al margen del trámite legislativo; votado sin los dictámenes obligatorios y sin oportunidad real de que todo el universo de opiniones representadas pudiera participar del debate parlamentario.
Por otro lado, el presidente de la República acaba de promulgar una nueva regulación de protección de datos. Esta ley, en vez de ser solamente celebrada (por constituir una innovación normativa en materia de tratamiento de datos personales), resulta, en buena parte, reprochable por el golpe que supone para la transparencia. Esta norma habilita a los funcionarios a impedir, invocando su interés privado, la entrega de información relacionada con ellos. Con su aplicación, una de las leyes que integran nuestro panteón jurídico moderno, la de acceso a la información pública, quedará sustancialmente desbaratada. Vetar esa parte de la ley de protección de datos era posible, fácil, necesario y justo, pero el Poder Ejecutivo, a horas de recibir el proyecto desde el Congreso, decidió no hacerlo.
Mayor dificultad de asociarse para participar en la deliberación pública; menos accesibilidad a información para fiscalizar los actos del poder político; y, si a este panorama sumamos lo sucedido con una de las primeras reformas legales impulsadas por el oficialismo desde su llegada, esto es, la desfiguración de la ley de conflicto de intereses, podemos decir que así como el 2024 empezó con menos controles sobre las relaciones entre los funcionarios y los objetivos económicos del sector privado, el 2025 termina con más barreras institucionales entre los ciudadanos y la participación política.
La represión a manifestantes, tras la protesta social de setiembre, es otro punto crítico en términos de derechos. El caso de unas treinta personas detenidas, sin que siquiera se les pudiera explicar qué de lo que habían hecho fue visto como delito, nos dice que el Estado, incapaz de poner límites razonables y sancionar a los verdaderos violentos, por un lado, y de garantizar el derecho a manifestarse, por el otro, utiliza ilegítimamente la coerción por la incomodidad que le genera la crítica. En un país atravesado por injusticias de todo tipo, en el que se hace cada vez más complicado organizarse y exigir respuestas al poder —mientras que las decisiones públicas están expuestas a ser capturadas por intereses privados—, la protesta no debería llamar la atención. Al contrario, debería ser vista como una consecuencia natural del nivel de insatisfacción de necesidades básicas y de la falta de otros medios para canalizar reclamos. Que quede claro: decir esto no significa pedir que el Estado, ante una manifestación, apague las luces y deje hacer cualquier cosa; de ningún modo. Lo que se critica, en todo caso, es haber tratado a todos, a tantos, a treinta (no importa si es uno solo), como delincuentes, sin ningún tipo de justificación ni prueba.
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Con relación al sistema de justicia, me quedo, por razones de espacio, con dos temas. Primero, el escándalo del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, del mes de febrero, que inclusive se llevó por la alcantarilla a su entonces presidente, el exdiputado Orlando Arévalo. Este episodio mostró, a cielo abierto, la manera en que se resuelven las acusaciones contra jueces y fiscales por mal desempeño en sus funciones: corrupción y decisionismo puro. Vimos cómo este órgano, cuyo objetivo es supervisar la conducta de los funcionarios judiciales, en realidad, funciona como un locus privilegiado para articular intereses y llevar a cabo transacciones políticas y económicas. Y, para ratificar que seguirá operando como un territorio sin reglas, anexado al juego político, pudimos apreciar que la única medida adoptada tras el estallido fue que el Poder Ejecutivo, sin empacho, ungió a un nuevo presidente, como si el Jurado fuese una dependencia suya. En segundo lugar, y quizás lo más importante del año, quisiera poner sobre la mesa la “mafia de los pagarés”. Esta cloaca, destapada originalmente por el colega Jorge Rolón Luna, sintetiza muy bien el estado actual del derecho en nuestro país: cómo se forman los abogados y a qué intereses sirven; cómo se elige y mantiene impunes a los servidores judiciales; cómo el Poder Judicial contribuye a generar y reproducir injusticias y desigualdades.
¿Hay esperanza? Aun con este cuadro trágico, que indicaría que el derecho no hace otra cosa que servir al poder y al dinero, creo que, pese a todo, todavía podemos encontrar algo de aire jurídico fresco. La comisión especial creada por la Cámara de Senadores para investigar la trama de la mafia de los pagarés es una prueba de ello. Ante un sistema de justicia vetusto, insensible, extraño al lenguaje de los derechos e incapaz de procesar las violaciones constitucionales denunciadas, el trabajo de esta comisión muestra que otros brazos del sistema institucional, a su modo, sí pueden servir para conocer la verdad, constatar vulneraciones de derechos y tratar de devolverles el respeto a las personas (sobre todo a aquellas que —como diría Ramiro Ávila Santamaría— “no tienen más que derechos”). Se trató de un trabajo descomunal que consistió en abrir un espacio imparcial para reunir y conectar información, entender una matriz de abuso de poder, delimitar responsabilidades, proponer remedios y un montón de cosas más, que nos ayudan a mirar críticamente el sistema jurídico que tenemos y a pensar cómo mejorarlo. Su labor nos llena de orgullo y es una fuente de vocación pública para el año que viene.
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