Y con los años, conversando con amigas, primas, tías y colegas, fui entendiendo que no es casualidad. En casi todas las familias pasa lo mismo: cuando hay una crisis, es ella quien cuida.
Cuando el abuelo se enferma, ella pasa la noche en el hospital. Cuando el nene tiene fiebre, ella lo lleva al médico. Cuando un hijo nace con alguna discapacidad, ella suele ser la que deja su trabajo para dedicarse al cuidado. No es el hermano o el papá: es mamá, hija, tía, abuela.
Y no solo en los grandes momentos. También en lo cotidiano.
Ella recuerda las medicinas del abuelo, coordina los horarios de los chicos, organiza quién trae a quién, sostiene a todos para que la vida familiar siga funcionando. Por supuesto, hay excepciones. Pero los datos confirman lo que vemos todos los días: según el Ministerio de la Mujer, el 78,1% del tiempo de cuidado familiar conviviente lo realizan mujeres. Los hombres completan apenas el 21,9%.
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Ese reparto desigual implica muchas veces renunciar a un trabajo remunerado para asumir uno que casi nadie ve: el del cuidado permanente. Y esa renuncia no es solo económica. También afecta la independencia, detiene proyectos personales y, en muchos casos, apaga sueños que parecían posibles.
A veces escucho que “es instinto”, que “las mujeres tienen más paciencia” o “más amor”. Pero no nacemos sabiendo cambiar pañales, gestionar medicinas o coordinar turnos médicos. Lo aprendemos porque se espera que lo hagamos. Porque la cultura nos empuja, casi sin darnos cuenta, hacia ese lugar.
A este peso cotidiano se suma otro relato muy nuestro: el de la “mujer paraguaya fuerte y sacrificada”. Una frase que suena a elogio, pero que muchas veces sirve para justificar que las mujeres carguemos con todo. Esa supuesta fuerza termina tapando el cansancio, la presión y el silencio de quienes sostienen la vida de otros todos los días.
En este 25 de noviembre, mientras se habla de violencia contra las mujeres, yo también pienso en esta otra forma silenciosa: la de asumir, por mandato cultural, casi todas las tareas de cuidado.
Porque cuando nos dicen que somos fuertes, pareciera que podemos con todo. Y si podemos con todo, entonces nadie más tiene que hacerse cargo. Así, generación tras generación, la organización de la vida cotidiana vuelve a recaer sobre nosotras.
Y lo más triste es que muchas veces ni siquiera se vive como una injusticia. Se celebra la entrega, se agradece el sacrificio, se admira la dedicación… pero casi nunca se pregunta a qué costó. Qué dejó de estudiar esa mujer, qué trabajo rechazó, qué sueño guardó en un cajón para después.
Pienso en nuestras madres y abuelas. Pienso en mi abuela, en mi mamá, en mi hermana... En todo lo que tuvieron que dejar de lado para que la familia siguiera adelante. Ellas no tuvieron el espacio ni las palabras para cuestionarlo. Simplemente, hicieron lo que se esperaba de ellas.
Nosotras, en cambio, sí podemos hablarlo, gracias a que ellas nos dieron la posibilidad de estudiar y ver la vida de otra manera. Gracias a ellas, hoy podemos reflexionar, ponerle nombre y abrir conversaciones que antes no eran posibles. Y tal vez, solo tal vez, eso ya sea un comienzo para que estas nuevas y las próximas generaciones que vendrán no tengan que elegir entre cuidar y soñar.