La muerte es una situación que nos toca profundamente, pues alguna persona entrañable ya nos ha dejado y ha terminado su carrera por este mundo.
Enfrentar la muerte de un ser amado es un cuchillo penoso, porque se queda una sensación de vacío y de dolorosa pérdida. Además, hacemos varias preguntas que no tienen respuesta.
Es una condición que genera un período de luto, de sentimientos aflictivos, hasta que terminemos aceptando la nueva realidad: esta persona querida murió y ya no está más físicamente con nosotros, y no podemos hacer absolutamente nada para revertir esto.
Sin embargo, ella vive en otra dimensión, pues nuestra alma es inmortal. Sabemos que todo lo visible es transitorio y alguna vez va a terminar, por ello, el Principito sostenía: “Lo esencial es invisible a los ojos”.
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Debemos integrar en nuestra personalidad la situación humana marcada por dos características inexorables: todo pasa y todo cambia, nos guste o no, nos beneficie o no.
De ahí, puede brotar una sabiduría llena de entusiasmo: estamos peregrinando por esta tierra y somos efímeros, porque nuestra verdadera casa no es aquí y nuestra verdadera vida no es esta.
Delante de las piedras frías del cementerio, la fe en Jesucristo Resucitado calienta nuestro corazón y colma de esperanza nuestra alma, porque hay una resurrección y una victoria definitiva sobre el mal.
Hemos de comprender el generoso plan de nuestro Creador, que nos invita a participar de su vida eterna, en su casa, que es el Paraíso. Por ello, san Juan afirma: “Y oí una voz potente que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios entre los hombres: él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos. Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó”. (Apoc 21). Debemos prepararnos para el misterioso día de nuestra muerte, actuando con honestidad y sencillez, como quien busca un tesoro en el cielo, y no se empantana con el materialismo. Igualmente, podemos ayudar a los hermanos ya fallecidos, especialmente ofreciéndoles la Indulgencia Plenaria, que es así: del 1 al 8 de noviembre visitar un cementerio (es la “obra premiada”) y cumplir las tres condiciones clásicas: la Confesión sacramental, rezar por las intenciones del Papa y recibir la santa Comunión. “Hoy por ti... mañana por mí...”.
Paz y bien.