El fin de semana pasado, mi hija menor de solo 3 años, con esa ilusión tan pura que solo los niños conocen, me pidió jugar en una de estas máquinas coloridas y ruidosas, ubicadas estratégicamente junto a las cajas. Después de varios intentos fallidos y unas cuantas monedas desperdiciadas, su frustración se volvió llanto. No quería irse sin su peluche. Esa escena, tan breve como elocuente, se me quedó grabada. Me pregunté entonces: ¿quién protege a nuestros hijos de estos perversos juegos disfrazados de inocencia?
A simple vista parecen inofensivos. Pero están diseñados para captar —y retener— la atención infantil. Luces intermitentes, sonidos envolventes y la promesa de un premio fácil conforman un espectáculo milimétricamente planeado. No son simples juguetes. Son apuestas.
Y esa es la verdadera alarma: estamos permitiendo que los niños tengan su primer contacto con los juegos de azar sin siquiera notarlo. Estas máquinas operan con una lógica similar a los tragamonedas. Requieren inversión constante, generan expectativas artificiales y, lo más grave, pueden sembrar el germen de una adicción silenciosa.
La ludopatía no empieza de un día para otro. Se gesta en pequeñas conductas repetidas. Los niños, aún sin herramientas para comprender el riesgo, se ven arrastrados por un juego que los seduce y los frustra en dosis iguales. La emoción de intentar, el deseo de ganar, la ilusión de que “en la próxima se puede” —todo está diseñado para activar los mismos mecanismos psicológicos que afectan a los adultos con adicción al juego.
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¿Estamos exagerando? No lo creo. Que no sea ilegal no significa que sea éticamente aceptable. Exponer a los niños, casi sin mediación, a una forma de azar encubierta es, como mínimo, una irresponsabilidad. La ludopatía tiene consecuencias devastadoras: pérdida de control, angustia, deterioro de vínculos, problemas económicos. No deberíamos esperar a que aparezcan los síntomas para tomar conciencia.
Detrás de estas máquinas hay un negocio. Uno que ha encontrado su lugar entre los pasillos de grandes cadenas de supermercados. ¿Quién gana con esta exposición temprana al riesgo? ¿Acaso unas cuantas monedas justifican el costo emocional que puede desencadenarse?
Como padre, me preocupa. Como periodista, me siento obligado a poner el foco en el tema. Alguien tiene que abrir este debate. ¿Qué estamos normalizando cuando permitimos que el juego se infiltre en los espacios cotidianos de la infancia?
Las cadenas comerciales y las autoridades deben asumir su responsabilidad. No se trata de prohibir por prohibir, sino de proteger. De establecer límites claros. Nuestros hijos merecen crecer en entornos que los protejan, no que los expongan a los peligros de una adicción temprana. Es tiempo de mirar más allá del peluche.