Por lo general, quienes no tienen la suficiente inteligencia para prosperar económicamente en el sector privado, ingresan a la política para adquirir puestos públicos y “para ganar plata”, como lo afirmaba Eligio Ayala en su libro Migraciones, escrito en Suiza en 1915, y cuya vigencia asombra.
También hay quien ha ganado dinero en la vida privada, pero ingresa a la política para cuidar mejor su riqueza. Y ahí pierden la noción de algunos valores. Como el “carnicero” Pettengill.
Moral es el conjunto de normas, valores y creencias en una sociedad. Entre los valores que se suelen atribuir a quienes nacen en esta tierra de mbeju y cheesecake, se hallan la decencia, la honestidad, la prudencia, el respeto, la solidaridad. Pero pasa que estos valores se pierden de manera instantánea cuando un paraguayo común se convierte en político.
La decencia pasa a ser lo contrario, la honestidad se torna corrupción, la prudencia, abuso; el respeto, insolencia, y la solidaridad trasciende a un estado de egoísmo agravado.
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Y encima, quien se instala en la política acaba habitando en un termo, desde donde sale a navegar en una nube de ventosidades para luego ser englobado en una elástica burbuja en cuyo interior pierde contacto con la realidad. Es decir, con la gente.
Solo busca a la gente en épocas electorales para que esa gente le vote. Luego, el político continuará engordando y olvidando a la gente hasta que la vuelva a necesitar.
Pero lo más siniestro se da cuando el político, para proteger su posición o defender al poder que lo sostiene en su cargo, traiciona a la ciudadanía insultándola en su dignidad (…) y en su inteligencia. Aunque suene a contrasentido, esto es lo menos inteligente en un político.
Esto ocurrió con la señora Rocío Abed, la senadora de colita móvil, tal como ella misma admitió en cierta ocasión que la ciudadanía no olvida. En una exposición que tuvo que leer (capaz que ni la haya escrito ella misma) insultó el discernimiento ciudadano: la sociedad está viva, pues sale a gastar en latte de vainilla y cheesecake en un festival. Una ecuación rudimentaria y perversa que algún “asesor” le habrá escrito (a propósito, tiempo atrás no se permitía leer un discurso a los parlamentarios; hoy no les da el cuero ni para saludar sin papel escrito ante sus ojos).