Su estrategia, si bien incrementó las posibilidades de consumo a nivel global —al reducir los costos de producción y, por ende, los precios— también amplió la variedad de productos disponibles. Sin embargo, provocó una profunda herida en el espíritu norteamericano. Desde entonces, se ha registrado una constante erosión de la base industrial y una caída sostenida de la productividad laboral en Estados Unidos.
El fervoroso espíritu emprendedor del self-made man estadounidense, caracterizado por ingenio, creatividad y una sólida industria nacional, comenzó su declive. Hoy, ese espíritu subsiste en centros de élite como Silicon Valley y Wall Street. Por su parte, la China comunista logró, con éxito, ocupar ese lugar simbólico de industrialización y productividad.
La intención original de Kissinger era doble: por un lado, debilitar la relación entre China y la URSS, y por otro, ofrecer el modelo de libre mercado a la economía planificada de Mao Tse-Tung, con la esperanza de que este viraje condujera a una democratización que convirtiera a China en una aliada estratégica de Washington. Hiperpragmático y reduccionista, Kissinger no solo fracasó en su cometido, sino que terminó por alimentar y liberar al “dragón rojo”, hasta entonces famélico, amordazado y, por ello, inofensivo.
Pero si de errores se trata, Kissinger cometió otro, quizás más grave aún, pues devela una visión extractivista, limitada y miope respecto a los países en desarrollo, incluidos los de América Latina. En 1974, como Secretario de Estado del presidente Gerald Ford, redactó el Memorando NSSM 200 para el Consejo de Seguridad Nacional, titulado “Implicaciones del crecimiento poblacional mundial para la seguridad de Estados Unidos y sus intereses de ultramar”.
Su propuesta fue tan controversial como clara: diseñar una estrategia antinatalista dirigida a los países en desarrollo, cuyo objetivo final era impedir que estos pudieran explotar sus propios recursos naturales, considerados valiosos para Estados Unidos.
El plan debía ejecutarse a través de organismos como la ONU, USAID y fundaciones estadounidenses alineadas con esa visión. Algunos sostienen que la ONU ha seguido fielmente esta estrategia, tal como se evidencia en las agendas de sus conferencias de población y de la mujer —especialmente las de El Cairo (1994) y Pekín (1995)—, donde se impulsaron políticas de control demográfico que incluyeron el aborto.
Más allá de los aspectos morales —que bien pueden analizarse a la luz de la carta del Papa Juan Pablo II a la Secretaría General de la Conferencia de Pekín—, Kissinger se equivocó al suponer que limitar la población bastaría para evitar la explotación de recursos naturales por parte de los países en desarrollo y así mantener la hegemonía estadounidense.
Salvo contadas excepciones, como los casos de Costa Rica y Panamá —donde el apoyo estadounidense fue clave para el desarrollo—, Kissinger dejó una huella negativa en el resto de América Latina. En primer lugar, las empresas norteamericanas dejaron de ver a la región como un destino atractivo para invertir, priorizando a la China comunista. En segundo lugar, se profundizó en la región un sentimiento de adversión hacia el liderazgo estadounidense. No es descabellado pensar que parte del surgimiento de agrupaciones como el Grupo de Puebla y el Foro de São Paulo —ambos de fuerte orientación socialista y contrarios a la influencia norteamericana— se deba, en parte, a la visión estratégica errada del Departamento de Estado durante la era Kissinger.
El caso de África refuerza aún más esta crítica. La inversión china en el continente triplica a la de Estados Unidos y representa cerca del 10% del PIB africano, lo que otorga a China acceso privilegiado a recursos naturales esenciales y, a corto plazo, contribuye al desarrollo de diversas economías africanas. Aunque puede cuestionarse si este modelo implica un desarrollo sostenible o encubre una nueva forma de expoliación, lo cierto es que ha consolidado la legitimidad del liderazgo chino en múltiples países del continente.
Henry Kissinger fue, sin duda, un hombre pragmático, y es posible reconocer que su objetivo fue sostener la hegemonía estadounidense en el tiempo. Sin embargo, sus errores estratégicos son evidentes. Lo más grave es que, gracias a él, la China comunista ocupa hoy un lugar preeminente en el concierto de las naciones.
Columnista invitado. Artículo gentileza. El autor es economista, especialista en políticas públicas y Rector de la Universidad Politécnica Taiwán Paraguay.