Un problema que no puede ni debe ser minimizado bajo la excusa de una supuesta “cuestión cultural”, como afirmó el senador Gustavo Leite (ANR, HC). Decir que el criadazgo es una tradición es, en el fondo, una forma peligrosa de normalizar el abuso y la explotación infantil.
El criadazgo no es un favor que se hace a una familia; es una cadena que encierra a niños y niñas en un ciclo de privaciones, de derechos vulnerados y de sueños postergados. Los niños tienen derecho a jugar, a divertirse, a crecer en un ambiente sano y protector. Sin embargo, en demasiados hogares donde el criadazgo es la norma, esos derechos se ven pisoteados bajo la sombra del sometimiento psicológico, el abuso físico y, en los casos más atroces, el abuso sexual. No hablamos solo de una cuestión moral o ética, sino de un problema social que demanda respuestas urgentes y contundentes.
Lo más triste es que la política, en lugar de actuar con la responsabilidad que la situación exige, se enreda en intereses partidarios y contradicciones internas. El proyecto, presentado por Johana Ortega desde la oposición, fue rechazado en gran parte porque “no es de ellos”, como si la protección de la infancia fuera un juego político y no una obligación de todos. Más aún, dentro del propio oficialismo, el llamado “partido pro vida” mostró una incoherencia alarmante: mientras el ministro de la niñez, Walter Gutiérrez, impulsa una iniciativa para castigar el criadazgo, el cartismo –con mayoría en el Congreso– bloquea la aprobación de la ley. ¿Cómo explicar esta fractura en un tema que debería unir, no dividir?
El criadazgo es una herida abierta en nuestra sociedad que sangra en silencio. Ignorarla o justificarla como parte de la cultura es cerrar los ojos ante la realidad de miles de niños que sufren en sus propios hogares. La infancia no puede seguir siendo moneda de cambio en la política. Es urgente que los legisladores de todos los colores pongan por delante el bienestar de los niños y niñas, dejando de lado intereses mezquinos y discursos vacíos.
Porque proteger a la infancia no es solo una cuestión legal, es un acto de humanidad. Y en ese acto, la indiferencia es la peor forma de violencia. Que este rechazo no sea un punto final, sino un llamado a la reflexión y a la acción decidida. Nuestros niños y niñas merecen crecer libres, felices y protegidos. Y nosotros, como sociedad, tenemos la responsabilidad de garantizarlo.