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A esta altura, ya ni siquiera puede compartir una sala de internación con otros pacientes, porque el olor nauseabundo que emana se apodera del ambiente y genera incomodidad. Es doloroso constatar hasta qué punto puede ser reducida la dignidad de una persona sin que nadie se haga cargo.
El caso de este paciente pinta de cuerpo entero cómo se trata a los más vulnerables en este país. Es increíble que, existiendo tantas leyes, instituciones y recursos destinados a la salud y a la asistencia social, el sistema no sea capaz de sostener a una sola persona para garantizar una vida mínimamente digna.
Este drama no es un hecho aislado. Es el retrato crudo de una realidad más amplia: la de los que no tienen a nadie. Los excluidos, los que no tienen familia, los que viven solos o fueron abandonados, simplemente no tienen lugar en un sistema que en el papel parece bien diseñado, pero que en la práctica es inútil, ineficiente y cruel.
Cualquier ciudadano aquejado de alguna enfermedad indefectiblemente debe estar acompañado de otra persona para ser atendido en los hospitales públicos. Esto se debe al desabastecimiento crónico de los centros asistenciales, por lo que los usuarios deben comprar insumos y medicamentos para ser asistidos.
Lo más grave es que ya ni siquiera escandaliza. Hemos naturalizado el abandono como parte del paisaje cotidiano, tanto en las calles como en los pasillos de los hospitales. Y mientras eso no cambie, seguiremos habitando un país donde la dignidad humana depende de tener a alguien que te acompañe, de no ser pobre o, incluso, de contar con contactos para acceder a servicios tan básicos como la salud.
No hay excusa que justifique este nivel de desamparo. Un Estado que abandona así a sus ciudadanos más frágiles fracasa en su misión esencial. No basta con discursos, leyes o edificios con logos relucientes. Hacen falta humanidad, compromiso y acción concreta. Porque el dolor ajeno, cuando se vuelve paisaje, termina volviéndose costumbre.