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Hay antecedentes de aberraciones relacionadas a personajes de conductas vivamente imperdonables. El 3 de diciembre de 2014, Eusebio Torres, uno de los más feroces torturadores de la era estronista, obtuvo un reconocimiento del Ministerio del Interior, entre un grupo de oficiales de policía. El ministro era entonces Francisco De Vargas (gobierno de Horacio Cartes), cuyo padre había sido querellante de Torres. Para contrarrestar el oprobio, el referido torturador recibió en febrero de 2024 una condena de 30 años de cárcel por sus crímenes de lesa humanidad.
Hechos como estos conducen a varias interpretaciones. En primer lugar, la calidad moral de nuestra sociedad, en sus diversos estratos, se ha degradado de tal manera que no existe ya una separación bien perceptible entre el bien y el mal. Los valores humanos han sido sustituidos por el instinto siniestro y por los intereses tribales que pervierten las conductas y las costumbres.
Virtudes como la honestidad, la decencia, la integridad o el humanismo son menospreciadas, pues no sirven a la hora de tomar los atajos hacia la prostitución de la dignidad.
Aquella sociedad austera, solidaria de décadas atrás ha dado paso a una regida por la corrupción, la egolatría, la codicia, la voracidad predadora, la ignorancia. Solo perviven excepciones de gente decorosa.
Nuestra política, especialmente la que rige el gobierno, que debiera de ser faro de civismo y paradigma en calidad de convivencia civilizada, es hoy una simple congregación de patanes que usurpan el Estado para saquear bienes públicos y humillar al pueblo.
Parafraseando aquella sentencia del doctor Cecilio Báez, publicada en el periódico El Cívico a inicios del siglo XX, tantos malos gobiernos han convertido al Paraguay en un pueblo mayoritariamente cretinizado. Una población carcomida por la necedad y el desatino, lo que la lleva a votar a verdaderos esperpentos que hoy posan sus asentaderas en curules legislativos a los que les roban toda la majestad que por su naturaleza institucional debieran lucir.
Aclamamos al corrupto esperando que nos “haga gotear” algo por nuestra aclamación; admiramos al bandido como a un héroe épico, convertimos en aspiración suprema el deseo de hacer política torcida para enriquecernos lo más rápida e impunemente posible; “adoramos” al Don que usa nuestra ignorancia para reírse de todos; le “movemos la colita” al que maneja los hilos; ponemos las relaciones exteriores de la República al servicio de los intereses particulares de un particular que se creó sus propios líos y no sabe cómo salirse de ellos.
Buen descretinizador será aquel que logre descretinizar —comenzando por nuestras “autoridades”— tanta cretinidad que nos tiene en un cretino despeñadero moral.
nerifarina@gmail.com