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Cercas se declara “un ateo redomado, un impío pertinaz, no creo en Dios ni en la resurrección de la carne ni en la vida eterna”. Esta confesión abre una intriga sobre el resultado del diálogo con el Papa. El voluminoso libro contiene el arte y la ciencia que hacen célebres al autor. Trata de muchos temas apasionantes pero voy a tratar solamente la anécdota –enlazada con la memoración cristiana de hoy- que dio origen a la historia. Voy a pasar por encima de la inteligente conversación del Papa con el escritor ateo y voy a transcribir, parcialmente, el regreso de Cercas a su hogar en Barcelona, con la grabación de la entrevista:
-¿Has oído, mamá? –pregunto, señalando al papa en la pantalla mientras detengo otra vez la imagen- Ha dicho que, cuando te mueras, vas a volver a ver a papá.
-¿Eso ha dicho el papa?
-Sí, que con toda seguridad, vas a volver a verlo. Es lo que tú dices siempre ¿no? Pero ahora lo ha dicho el papa…¿Qué te parece? Mi madre repite:
-Con toda seguridad
Descongelo la imagen y me oigo decirle a Bergoglio, entre el runrún del avión:
-La promesa del Señor es esa. Nos va a llevar a todos allá. Con Él. A todos. A su madre, a su padre… A usted también, aunque no crea. Eso a Él le da igual –Se encoge de hombros.- Qué le vamos a hacer. Son las cosas de Dios. Hasta aquí Javier Cercas.
Francisco le dijo al escritor: “El Señor nos va a llevar a todos allá”. ¿Dónde es allá? ¿El cielo? Hace un par de años el Papa Francisco causó un revuelo al afirmar la inexistencia del cielo y del infierno como espacios físicos. Esta idea ya la había sostenido Juan Pablo II. Ambos Pontífices parten del pensamiento de que el “infierno tan temido” y el “cielo tan deseado”, son una cuestión de conciencia. No hace falta morir para acomodarse en el cielo o hervir en las llamas infernales. Un buen comportamiento, o malo, marca el sitio donde transcurre nuestra vida. Es una elección.
El filósofo y dramaturgo francés, Sartre, puso en boca de uno de sus personajes en “A puerta cerrada” estas palabras: “el infierno son los demás”. Una mala compañía, un mal gobierno, políticos y jueces corruptos, etc, son el infierno; son los que hacen padecer; son el fuego que abrasa sueños y esperanzas. ¿No son un infierno los narcotraficantes? ¿Viven en una inmensa cueva debajo de la tierra entre llamaradas eternas? No, están entre nosotros, entre los vivos.
Aclarada, entonces, la cuestión del cielo y del infierno, queda la otra: la vida después de la muerte. Sobre este punto Juan Pablo II y Francisco mantienen el fundamento cristiano: se vive para morir y se muere para seguir viviendo.
Hay predicadores que intentan convencernos de que nuestras penalidades terrenales son el único camino que nos llevará al descanso celestial. Entonces, para merecer la felicidad eterna, tenemos que aceptar con mansedumbre la injusticia, la prepotencia, la corrupción, etc. Total, cuanto más padezcamos aquí en la tierra, mejor estaremos en la otra vida.
No entiendo por qué tenemos que despreciar la posibilidad, aquí en la tierra, de vivir una vida holgada, tranquila, agradable. Una vida que se palpa, que se siente. ¿Por qué la alegría terrenal ha de pagarse con el castigo? ¿Por qué las penurias tendrán que ser la única condición para llegar al cielo que, además, no existe, como afirman los Papas? En fin, felices Pascuas.