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De antemano, en un acto de contrición, declaro compungido que días atrás compré una plancha de huevos. No quiero alardear como la del inodoro inteligente, perdón… Sin embargo, puedo trazar el dinero empleado. Mi querido editor don Pablo me transfirió regalías por la sexta edición de mi libro El último supremo: la crónica de Alfredo Stroessner.
Con ello alcancé a pagar los huevos. Pero a raíz de eso se me anidó en el pecho otra inquietud: que me acusen de tener huevos gracias al generalestrone. Un conflicto de identidad, una cascada de sentimientos contrapuestos.
Volviendo a mis “bienes”. Poseo una casa en un barrio asunceno cuyo nombre hoy suena cool. Pero cuando compramos el terreno era el reino de Tarzán y los monos. Uno podía encontrar ahí a los últimos dinosaurios a los que el subdesarrollo redujo a lagartos. Con Pilar, mi esposa, construimos una casita chusca. Ahora, frente a las mansiones de los nuevos vecinos, quedó bastante eclipsada. Tengo un auto con diez años de rudo trajín, que —ese sí— es fruto de una efímera opulencia derivada de trabajos en el ámbito de la publicidad. Hasta ahí.
En casa convivimos con algunos muebles desvencijados, con paredes que claman aunque sea media mano de pintura, con humedades que asoman insolentes. Luego viene la implacable esgrima entre los ingresos, que nunca son suficientes, y las obligaciones a pagar, que aumentan constantemente, pese a la vida austera que lleva uno.
Este es un panorama común en la mayoría de quienes ejercen el periodismo. No es la vida de glamur que imaginan. Y hay periodistas, varones y mujeres, que se juegan el cogote cada día investigando a los atorrantes que le roban hasta el aliento al país, y que por lo general son seres anónimos que llegan a fin de mes a duras penas.
Son pocos los periodistas con ingresos superiores a los usuales en el Paraguay. Y se los tienen bien ganados, porque en periodismo nadie regala nada. Excluyo a los deshonestos —que los hay como en cualquier oficio—, que la pasan opíparamente, a sabiendas de que son repudiados por quienes saben lo que son.
Por último, aparecen mis libros. Miles. Son más inteligentes que los inodoros y más valiosos que las mansiones kitsch del nuevoriquismo politiquero.
Así, doña Yamy Nal, o como realmente se llame, los periodistas podemos exhibir nuestros pocos bienes, sin temor. Los políticos, en cambio, en su mayoría, solo pueden ostentar sus muchos males. Sin pudor.