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Los colorados y liberales que no desempeñan cargos ni funciones en el sector público, y aun muchos que se autoconsideran moralmente intachables en el desempeño de la función pública, se sienten agraviados por la crítica a su integridad política. La integridad política supone que la comunidad en su totalidad está comprometida con los principios de equidad, justicia y moralidad pública, de modo análogo a cómo las personas naturales y jurídicas se vinculan con ideales, convicciones o proyectos de bien común. Ronald Dworkin considera la integridad política como si una comunidad realmente fuese un tipo especial de sociedad diferente de las personas reales que son sus ciudadanos.
Y atribuye acción moral y responsabilidad política a esta entidad bien definida, a la que considera poseedora de sus propios principios, que ella misma honra o deshonra, como lo hacen las personas naturales. Esta teoría la aplica al estado, al municipio, a una empresa pública o privada, a un partido político. Supone que se debe tratar a la comunidad o corporación como un sujeto moral, y de ahí pasa a aplicarle principios y normas similares a los que se aplican a las personas físicas sobre culpa y responsabilidad individual.
Esas entidades ideales no actúan mediante mecanismos autónomos ni son guiadas por un sistema de inteligencia artificial; en consecuencia, las personas humanas que adoptan las decisiones colectivas en las instituciones públicas y privadas deberían ser las únicas jurídica y políticamente responsables. Los miembros que se opusieron o no estuvieron presentes en la toma de una decisión inconstitucional, ilegal o inmoral, no serían culpables, porque nadie es culpable de algo que no ha hecho; pero tampoco es absurdo suponer que todos los integrantes de esos entes tienen personalmente una responsabilidad especial, porque ellos también son funcionarios públicos, y en tal carácter asumen una responsabilidad colectiva en la entidad que integran.
La comunidad pública como un todo, como sociedad política, como país, también tiene el deber de asumir socialmente el comportamiento ético y moral que explica y justifica su propia existencia política. Cabría preguntar si institucional y personalmente la responsabilidad que el pueblo, la ciudadanía y el electorado asignan a las personas jurídicas públicas, y a sus funcionarios de todos los niveles, se basan o no en convicciones compartidas en las sociedades políticas democráticas y libres sobre justicia y equidad. En Suiza, y posiblemente en Uruguay, la respuesta sea positiva; en esos países la población cree que los funcionarios públicos asumen por el solo hecho de serlo, responsabilidades que no tienen obligación de asumir si no lo fueran. Además, los funcionarios del gobierno estatal, departamental y municipal en su condición de ciudadanos, asumen directamente las habituales exigencias de moralidad personal individual que la mayoría de nosotros acepta para nosotros mismos y para los demás habitantes en la vida diaria. Hipotéticamente, en esos dos países se piensa que los funcionarios públicos también asumen por ese solo hecho una especial y compleja responsabilidad personal respecto de los miembros de la sociedad y de sus propios pares; esa responsabilidad es bastante diferente de la que cada uno de nosotros asume como persona individual miembro de la comunidad política.
Insistimos en un campo de soberanía moral y personal, dentro del cual cada uno puede preferir los intereses de la familia y los amigos, y dedicarse solamente a proyectos que por importantes que sean para la sociedad, no dejan de ser intereses egoístas; ellos no permiten en absoluto que los funcionarios en ejercicio de sus atribuciones incursionen en este campo privado, y cuando lo hacen afirman que incurren en corrupción.
No se explica las responsabilidades de los funcionarios públicos, si se trata de construirlas directamente a partir de los principios comunes de moralidad personal privada; el artículo 106 constitucional, expresa: “Ningún funcionario o empleado público está exento de responsabilidad”. Sin embargo, una vez que se acepta que el dirigente político y el funcionario público actúan como representantes de una comunidad política de la cual todos somos miembros, desde esa óptica los ciudadanos también compartimos la responsabilidad con quienes nos representan; esto explica la norma del mismo artículo constitucional que expresa: “En los casos de transgresiones, delitos o faltas que cometiesen en el desempeño de sus funciones, serán personalmente responsables, sin perjuicio de la responsabilidad subsidiaria del Estado”; el texto refuerza nuestro entendimiento de la culpa colectiva. Debemos sentir vergüenza y afrenta cuando los funcionarios públicos actúan con inmoralidad, inequidad o injusticia, en desmedro del debido proceso legal; es decir, sin integridad política.
En este contexto doctrinario, ningún miembro de la sociedad civil puede ignorar que en ese carácter asume una responsabilidad moral por la actuación ilícita de los dirigentes políticos y de los funcionarios públicos. Esa responsabilidad personal del ciudadano conlleva asumir una postura crítica activa, participando en la medida de sus posibilidades, en las acciones colectivas destinadas a hacer efectivas las sanciones que corresponden aplicar a los culpables; además, el artículo 138 constitucional, “autoriza a los ciudadanos a resistir a los usurpadores del ordenamiento político de la república, por todos los medios a su alcance… en ejercicio de su derecho de resistencia a la opresión”.