Cargando...
Sino también porque se advierten a nivel político, empresarial y mediático, acaso como nunca antes, voces favorables a que Asunción gire diplomáticamente hacia el régimen comunista de Pekín.
No son voces necesariamente neutrales, sino que provienen de ámbitos o sectores que –en teoría– serían los grandes beneficiados si la relación con China prosperase. Se entiende así que su argumentario aluda a la explosión del flujo comercial y a las oportunidades potenciales que el país asiático podría ofrecer. Se hace referencia, en concreto, al incremento exponencial de las exportaciones cárnicas y de soja. También a las inversiones y a las infraestructuras a la carta que se podrían levantar con la ayuda de Pekín: ferrocarriles, carreteras, hospitales, viviendas. Toda la gama de zanahorias al completo.
Este optimismo que promocionan quienes más interés tienen en la nueva relación, y por la red de aliados que Pekín ha logrado atraer a su órbita gracias a su ambiciosa estrategia de poder blando, no es nuevo en América Latina. Este esquema se repite en países –como Perú o Argentina, o en el Ecuador de Correa– que se echaron en brazos del gigante comunista con la convicción de que sus inversiones, préstamos, comercio e infraestructuras impulsarían decisivamente su desarrollo. Lo mismo ocurrió con los seis países de Centroamérica que, desde 2007, rompieron relaciones con Taipéi ante la expectativa de unos réditos económicos formidables.
Indudablemente, tanto la voraz demanda del mercado chino como la necesidad estratégica de Pekín de garantizarse en regiones como América Latina recursos naturales y alimentos suponen una oportunidad para los países receptores. Brasil es buen ejemplo, con un superávit comercial de 40.000 millones de dólares. Pero antes de echar las campanas al vuelo por lo que el simple gesto de establecer relaciones diplomáticas con China puede traer a Paraguay, bien haría el gobierno que tenga tal tentación en analizar el asunto en profundidad y desde todos los ángulos más allá del manoseado discurso de las oportunidades. Llegaría quizá a conclusiones decepcionantes. Hay múltiples ejemplos.
Uno de ellos es el de Costa Rica, el primer país centroamericano en el que Pekín clavó la bandera roja hace tres lustros. Recibió la donación de un estadio nacional y China compró su deuda, pero las expectativas depositadas en el Tratado de Libre Comercial (TLC) firmado poco después se vieron frustradas: el vínculo «no ha sido lo comercialmente exitoso» que se preveía, reconoció el gobierno tico en 2021.
Tampoco Panamá, que rompió con Taiwán en 2017, ha logrado grandes dividendos. Su presidente, Laurentino Cortizo, enfrió la relación con Pekín como ningún otro en la región. Y, al borde de la asfixia financiera, Ecuador tuvo que renegociar su deuda con China.
Con todo, el de Perú es quizá el caso más paradigmático en cuanto a la brecha existente entre la retórica dominante sobre el rol estratégico de China en el desarrollo nacional y la realidad de los hechos. La relación bilateral ha consolidado en Perú un patrón primario-exportador sin generación de riqueza y con secuelas terribles para el medio ambiente. Tampoco el TLC ha servido siquiera para diversificar favorablemente –como se auguraba– la canasta exportadora peruana a China. Un aviso a navegantes para los exportadores paraguayos de soja, carne y otros bienes y recursos. Sin olvidar las barreras no arancelarias y la competencia de los países vecinos.
Si lo anterior debiera ser suficiente para impulsar un debate más amplio, también hay que tomar en consideración cuál es la estrategia de penetración actual de China en América Latina. El modelo ha cambiado: atrás queda la euforia y el dinero infinito previos a la pandemia.
Las inversiones chinas se han ralentizado. Los préstamos soberanos de gobierno a gobierno tocan a su fin. Y se detecta menos apetito por los grandes proyectos de infraestructuras. En medio de los desafíos domésticos a los que se enfrenta, lo que nos dice todo este contexto es que la presencia del gigante asiático en la región responde y se guía, únicamente, por sus propios intereses y objetivos políticos.
Para lograrlos, China hace visibles los beneficios de la cooperación, incluso haciéndose evidente muchas veces la discrepancia entre la retórica win-win y la realidad. Y, cuando procede, como comprobó en su día Asunción, también las represalias.
La farmacéutica china Sinopharm, a través de su subsidiara en Emiratos Árabes rescindió en 2021 el contrato de suministro con el gobierno paraguayo para la compra de un millón de vacunas. Un castigo por no romper con Taiwán. En el peor momento de la pandemia. Una represalia que no debería caer en el olvido. Para tener claro cuáles son los códigos.
En 2008, al poco de ganar Fernando Lugo las elecciones presidenciales, Pekín se apresuró a dar la bienvenida al nuevo presidente electo luego de que en campaña hubiese coqueteado con establecer vínculos con China: «tomamos nota del éxito de las elecciones», valoraron. La cosa, sin embargo, no fue a más. Pekín acababa de atraer a Costa Rica a su órbita y otros aliados de Taiwán hacían cola para lo mismo. Se fraguaba entonces la luna de miel con el nuevo gobierno taiwanés de Ma Ying-jeou, tras ocho turbulentos años y múltiples desencuentros con el gobierno anterior.
Mientras seducía a la isla con los beneficios de la integración económica, Pekín frenó el efecto dominó, frustrando así el acercamiento con Paraguay. Ahora, 15 años después de aquella elección, sin que se haya disipado del todo la polvareda levantada por la reciente decisión de Honduras de romper con Taiwán, podrían darse a partir del lunes en Paraguay las condiciones para dejar de ser el último aliado de la isla en Sudamérica. En su propósito de aislar del todo a Taiwán, China jugará su baza ganadora. Por su parte, Paraguay no debe caer en la trampa de la mitológica economía china.
*El autor es periodista y escritor especializado en la internacionalización de China y editor de Análisis Sínico en la organización Cadal. (Gentileza)