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Acerca de la Bastilla pareciera no haber dudas de la legitimidad, los propósitos libertarios y la honradez del pueblo de París. Jules Michelet, el clásico de los historiadores de la Revolución que escribió desde la perspectiva “republicana”, dice: “Solamente el 14 de julio fue el día del pueblo. Que quede, pues, ese gran día, como una de las fiestas eternas del género humano, no sólo por haber sido el primer día de la liberación, sino por haber sido el más alto en la concordia”.
La Bastilla pasa como la encarnación de los padecimientos del pueblo francés por haber sido “un siniestro depósito de patriotas” y un arsenal donde Luis XVI guardaba las armas para reprimir los movimientos populares. Otra opinión, como la de Rubén Calderón Bouchet (La Revolución Francesa, Edit. Santiago Apóstol y Ediciones Nueva Hispanidad, Buenos Aires, 1999) presenta la Bastilla como “un producto de la publicidad”.
El otro gran historiador de la Revolución, el escritor romántico Alfonso de Lamartine, escribió: “La imparcialidad de la historia no es la del espejo, que no hace más que reproducir los objetos, sino la del juez que ve, que escucha y que falla... La historia (...) es la narración de los sucesos vivificada por la imaginación y juzgada con prudencia”.
De acuerdo con Calderón Bouchet, a Michelet le faltó prudencia –como a otros de su misma visión- para pintar la Bastilla. Nos cuenta Calderón que la Bastilla era una prisión del Estado y funcionaba como tal desde el tiempo de Richelieu (1582-1642). Sus huéspedes no eran beneficiarios de la justicia ordinaria, dice, sino de aquella que hacía el secreto y a la razón de Estado.
Cuenta que en la famosa prisión cabían con toda comodidad 42 prisioneros, pero si la situación lo exigía se podía albergar hasta 100. “Tenía habitaciones amplias y cómodas a las que sus ocasionales habitantes podían amueblar a su gusto y hacerse servir con sus propios domésticos, pero también había calabozos menos hospitalarios donde se padecía sin atenuantes el calor del verano y el frío del invierno”.
La mayoría de los prisioneros, siempre según Calderón, eran nobles, muchos de ellos por contravenir las leyes especiales que condenaban los duelos o porque, a pedido de los propios padres, purgaban allí una calaverada excesiva, el robo de algunas joyas familiares o simplemente algún gusto erótico que repugnaba a las costumbres de la época como el famoso marqués de Sade.
“Conviene recordar –dice Calderón- que siempre (la Bastilla) estuvo bien surtida de banqueros, financistas y otros especuladores lo que hace un poco difícil que el pueblo la odiase como afirma Michelet”.
El historiador atribuye a los libelos, con todos los ingredientes de la novela gótica –calabozos, trampas, pasajes subterráneos, instrumentos de torturas, carceleros neuróticos- la leyenda negra de la Bastilla, defendida en el día del asalto por “80 mutilados de guerra y 30 suizos, lo suficiente para que los asaltantes no hubieran podido entrar nunca si el gobernador de la mole, M. De Launay, no hubiera dado la orden de bajar el puente levadizo y abrir las puertas de la cárcel. La fortaleza estaba vacía y pudo suponer que dejando entrar a eso que se llamaba a sí mismo el pueblo, se podría comprobar la ausencia de patriotas encerrados”.
El autor cita varias fuentes en la tarea de contarnos la “otra historia” acerca de hechos y personajes. De todos modos, la Revolución Francesa, por encima de sus sombras –que las tuvo a montones- ha cambiado el destino humano.
Baste recordar la Declaración de los Derechos del Hombre.