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Se eligió el 24 de febrero en homenaje a las mujeres que en 1867, en una asamblea, donaron sus joyas –o parte de ellas– “para ayudar al sostenimiento de la guerra” contra la Triple Alianza. En rigor, ya no iban a servir para tan nobles propósitos. A esa altura de la guerra ya nada se podía comprar ni vender. El Paraguay estaba cercado y clausurado por sus enemigos. Se vio obligado a vivir solo de lo que era capaz de producir en su interior y por su propia gente. Y se hizo mucho. En esta producción milagrosa se destaca la mujer en las capueras y las trincheras.
Ese día 24 de febrero en la asamblea de las principales damas de Asunción estas hicieron escuchar, entre aplausos, los motivos que las juntaron: “Nos hemos reunido aquí para acordar la manera de cómo debemos ofrecer al digno Presidente nuestras joyas y nuestras alhajas (…) Sirvan, pues, para aumentar los elementos de la guerra. La salud de la patria, la salvación de la República, son la ley suprema”.
La respetada historiadora Mary Monte de López Moreira, sostiene, de acuerdo con sus investigaciones, que no fue una “donación” sino “una manifestación”. O sea, las mujeres manifestaron la cantidad de joyas que poseían y sobre las que estaban dispuestas a “aumentar los elementos de la guerra”.
El acto en Asunción tuvo, cinco años después, una enorme repercusión cuando madama Lynch llegó prisionera al puerto de la capital. Muchas mujeres se juntaron para reclamarle la devolución de sus joyas.
La fecha elegida para recordar a la mujer paraguaya es, a mi modo de ver, enteramente injusta. El decreto respectivo rinde homenaje a las damas que “sacrificaron sus joyas” para ayudar al sostenimiento de la guerra. Aquí hubo un imperdonable olvido. Sin desmeritar los propósitos de las damas asuncenas, estaban las mujeres del campo que han sido las que verdaderamente sostuvieron la guerra. Interminable caravana de carretas descargaban, en los sitios asignados, los frutos de las capueras trabajadas con extraño patriotismo.
Eran la mandioca, el maíz, el poroto, etc. para alimentar a las tropas. Sin esa descomunal ayuda –por la que no percibían ni un centavo– nuestros ejércitos no hubieran soportado tantos años de lucha. Esas mismas mujeres, no contentas con alimentar a sus compatriotas, también tejían para ellos ponchos, frazadas, hamacas.
Cuando se acabó la guerra, que llenó de luto el país, ni una de esas mujeres se presentó a pedir que le devolviesen el obsequio o le paguen por ello. Tenía conciencia de haber cumplido con su deber más allá de lo posible.
¿Y para el día de la mujer paraguaya es más importante la donación de joyas –luego reclamadas– que el sacrificio desinteresado en las capueras? Sacrificio que salvó de morir de hambre a muchos combatientes.
Si se me preguntase cuál sería el día para recordar a la mujer paraguaya, contestaría que fuese el 21 de diciembre. En ese día, de 1868, fue fusilada en Itá Ybaté Juliana Insfrán de Martínez, luego de atroces torturas. ¿Su delito? Se negó a renegar del marido, el valiente coronel Martínez. Prefirió la muerte bárbara antes que traicionar al hombre que amaba. El coronel Martínez, acosado por el hambre y la inutilidad de la resistencia, se había rendido con honor a las fuerzas enemigas. López cobró en su esposa la supuesta “traición a la patria”.