No ha sido solo Trump

Cuando escribo estas líneas todavía no se sabe el resultado del juicio político a Donald Trump. Puesto que en unos días ya no será presidente, el proceso no llegará a tiempo para destituirlo; en cambio sí podría, como propone la acusación, inhabilitarlo para ejercer cargos públicos de por vida.

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De todas formas, se trata sobre todo de un gesto simbólico en favor de la institucionalidad, en vista de que la llamativa toma del edificio del Congreso norteamericano ha encendido todas las luces de alarma a propósito de la fragilidad del sistema democrático.

Sin embargo, aunque la entrada de la horda de desaforados en la sede legislativa haya sido lo más ruidoso, no se trata ni mucho menos de lo más grave, porque nadie llega al gobierno ni puede gobernar solamente con el apoyo de furiosos callejeros. De hecho, salvo para algunas medidas demasiado excesivas, Trump ha contado durante todo su mandato con el masivo apoyo legislativo del Partido Republicano, que inclusive impidió el primer intento de hacerle un juicio político.

La negativa a reconocer la derrota y la convocatoria a sus partidarios a “impedir” el imaginario “gigantesco fraude electoral”, que desembocó en la asonada, es solo el último episodio de una larga serie de irregularidades que comenzaron ya en la campaña electoral que lo llevó a la presidencia, que probablemente habrá sido la más sucia y mentirosa de la historia política de los Estados Unidos.

Como ya dije, no existen gobernantes sin respaldo. Imaginar que la responsabilidad de un gobierno es solo de la persona que lo encabeza es muy tentador porque personaliza las culpas y, en consecuencia, alivia la responsabilidad social; pero aunque los nombres se pusieron después, sin nazis no habría habido un Hitler y sin fascistas no habría habido Mussolini. De la misma manera, sin “trumpistas” no habría habido un Trump.

Así, pues, para que un populista engreído y personalista como Trump llegue al poder en un sistema democrático, hacen falta dos componentes imprescindibles: por un lado, una amplia base de población descontenta y furiosa con el sistema político que se convierta en su capital electoral; por otra parte, un sector importante de la clase política dispuesta a apoyarlo, porque está encantada de tener a alguien que se atreve a hacer aquello que ellos desean, pero no se animan.

Así ha ocurrido con Trump, pero así ha ocurrido incontables veces con los llamados “líderes carismáticos” … Así ascendieron al poder, por poner ejemplos locales, Higinio Morínigo y también Alfredo Stroessner. La diferencia es que las instituciones democráticas norteamericanas son sólidas y las paraguayas no. Hasta imagino que, de haber ganado la reelección, Trump habría comenzado a proponer un cambio constitucional para poder candidatarse una vez más, igualito que aquí.

Lo real es que Trump no creó las condiciones de su victoria, simplemente aprovechó el enojo de un sector de la ciudadanía y el respaldo de los ultraconservadores con el más tradicional de los métodos: alimentar el enojo de los unos y ofrecerse a asumir los costos políticos que los otros no quieren pagar por acciones demasiado radicales o por no apartarse de la disciplina del partido.

El resultado está a la vista de todos y no es solo la asonada. Entre todos los disparates que llegó a decir el presidente saliente de Estados Unidos, uno de los más llamativos fue aquel en el que afirmó que sus votantes lo apoyarían igual “aunque saliera a la calle a matar gente con un arma”. Parecía una exageración inimaginable cuando lo dijo. Ahora ya no lo parece tanto.

rolandoniella@abc.com.py

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