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Por supuesto, como en muchas otras áreas de actividad, no solo la pandemia, sino también la pésima gestión con la que se le ha hecho frente han venido a llevar las cosas al límite de lo insostenible. Creo que no es exagerado decir que al hecho de que jóvenes abandonan el sistema educativo, ha venido a sumarse que el sistema educativo abandonó a los estudiantes que todavía permanecen en él.
Como nuestras autoridades padecen una epidemia crónica de autocrítica cero, sencillamente ningún dato de la realidad penetra en sus blindados despachos: ni las estadísticas de deserción escolar, ni los alarmantes informes internacionales que sitúan a nuestros estudiantes de primaria y secundaria entre los de peor formación en ciencias y en uso del lenguaje, ni la caída libre con que nuestras universidades están cada vez más abajo en las mediciones de calidad educativa.
Resulta verdaderamente sorprendente escuchar cataratas de autoelogios, ante lo que claramente aparece como una auténtica calamidad, denunciada por los propios estudiantes, por los padres y por muchos docentes, y que resulta obvio hasta para el menos atento de los ciudadanos, a poco que conozca a algunos jóvenes en edad de estudiar.
Lo más grave de esta situación es que la dualidad enseñanza/aprendizaje es una actividad de largo plazo y que se retroalimenta hacia el futuro. Un buen sistema educativo en el presente llevará a construir un círculo virtuoso, preparando mejores profesionales, de entre los que surgirán mejores docentes para las próximas generaciones. Un sistema educativo desastroso, como el que padecemos en el Paraguay, llevará inevitablemente a lo contrario: un círculo vicioso con cada vez peores docentes y cada vez peor enseñanza.
A todo esto, el conocimiento nunca ha sido, en toda la historia de la humanidad, más imprescindible para las personas. Los trabajos manuales están desapareciendo a una velocidad cada vez mayor y los pocos que van quedando están cada vez peor remunerados; así que una calamidad educativa es, para gran parte de la población, la antesala de una vida de incertidumbre laboral y pobreza.
En términos sociales una nación con una mayoría de personas sin una formación razonablemente sólida está condenada no solo al estancamiento, sino a una crisis permanente, en la cual habrá cada vez más pobreza, cada vez más marginalidad y cada vez mayores y más violentos índices de delincuencia.
Todo esto parece que no tiene la menor importancia para nuestras autoridades (ni las educativas, ni las otras), que siguen aplaudiéndose las unas a las otras como si el ruido de los aplausos y el fragor de los autoelogios coronados por hurras, pudieran opacar el estruendo del colapso del sistema educativo que se derrumba como un edificio demolido con explosivos.
Así, en lo que se ha dado en llamar “era del conocimiento”, en un mundo donde la ciencia, la tecnología y la información son los bienes más preciados y los más necesarios para prosperar, tanto para las personas como para las naciones, nosotros estamos avanzando alegremente, empujados por unas autoridades incompetentes, hacia lo que podríamos llamar “la sociedad de la ignorancia”.